domingo, 20 de marzo de 2016

Baba de caracol

Eligió volver a nacer para deshacerse de aquella lacra aun sabiendo que perdería lo más valioso que tenía. Perdería los rostros, las voces y los olores. Perdería el tacto de la piel que nunca conoció, las sensaciones que soñaba vivir y todo aquello que no había tenido tiempo de saber.
Pero lo que más le dolió perder fueron las historias. Ahí sí había entrado plenamente: había conocido todos y cada uno de los mundos mágicos cuya puerta encontraba al fondo de una estantería polvorienta.
Aquella había sido la pequeña luz de su vida, el motivo por el que no caía cuando el viento la intentaba tirar. Pobre, pobre corazón malherido que se refugiaba en problemas ajenos para no pensar más en los propios. De esa manera pudo conocer más caras, más voces, más olores para soñarlos despierta y dormida. Se deshizo de todo eso, de todo lo bueno de su vida, para volver a nacer sin necesidad de regenerarse.
La niña que volvió a nacer vivió otra generación, otra vida. Se había acabado la era en la que pudo haber tenido gloria y por ello su vida se fue tornando gris. Añoraba lo que en otro tiempo a su fantasma le dio vida. En su subconsciente quedaba el recuerdo de una exitencia pasada llena de color hasta en los momentos más oscuros. Esa luz se filtraba, abstracta, desde cristaleras infinitas a través de armarios polvorientos. Voces de hadas susurraban nombres de lugares imaginarios que la niña apenas si alcanzaba a oír. Ojalá, pensaban, ojalá no hubiese deseado renacer para perder. Su antecesora, la que ya no era ni fantasma, sí las había sabido escuchar. Cada vez que susurraban su nombre ella atendía. Las escuchaba cantar y charlar sobre ciudades, países, dimensiones que visitaba gustosa cuando en su mundo no encontraba donde ir.
Así vivían las hadas: habían perdido a su aliada porque ella había escogido perderse a sí misma.