lunes, 15 de diciembre de 2014

Simona y sus libélulas mentales.

En cierto sentido, lo que hacía era contener una rabia dolorosa que me atenazaba el corazón desde hacía siete años. El día que él se marchó con el profesor Gyga –quien, por cierto, ¿dónde estaría?-, yo sentí que se me rompía algo dentro, pero durante los Años Negros aprendí a vivir sola y a superar esas memeces de adolescente. Sin embargo, tras cuatro largos años de búsqueda sin sentido y oscuridad para todos los habitantes del Imperio, él regresaba, con su libélula de plata brillando entre las clavículas, y me pedía ayuda para salvar su país. Y yo se la daba. Y él salvaba a su país. Tras eso, la Simona enamoradiza, la Simona del corazón roto y la Simona de renovada esperanza desaparecían en la sombra y se sumían en sus libros para contrarrestar esa primera juventud en la que un díscolo corazón no hizo otra cosa que jugar malas pasadas. 


Y ahora, tras siete largos años de lucha contra mi yo sentimental, mi yo rebelde y mi yo de cristal, llegaba la libélula de plata y me pedía estupideces mientras me observaba trabajar con ojos escrutadores. Aquello no tenía ningún sentido. Mi vida habría sido más lógica si hubiese seguido viviendo en mi casita ajardinada con Xara, si nunca hubiese recibido esa carta y si hubiese encontrado cualquier motivo para no salir de Eónicas nunca jamás en la vida. Pero, al parecer, mi destino no era ese.

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