En cierto sentido, lo que hacía era contener una rabia dolorosa que me
atenazaba el corazón desde hacía siete años. El día que él se marchó con el
profesor Gyga –quien, por cierto, ¿dónde estaría?-, yo sentí que se me rompía
algo dentro, pero durante los Años Negros aprendí a vivir sola y a superar esas
memeces de adolescente. Sin embargo, tras cuatro largos años de búsqueda sin
sentido y oscuridad para todos los habitantes del Imperio, él regresaba, con su
libélula de plata brillando entre las clavículas, y me pedía ayuda para salvar
su país. Y yo se la daba. Y él salvaba a su país. Tras eso, la Simona
enamoradiza, la Simona del corazón roto y la Simona de renovada esperanza
desaparecían en la sombra y se sumían en sus libros para contrarrestar esa
primera juventud en la que un díscolo corazón no hizo otra cosa que jugar malas
pasadas.
Y ahora, tras siete largos años de lucha contra mi yo sentimental, mi
yo rebelde y mi yo de cristal, llegaba la libélula de plata y me pedía
estupideces mientras me observaba trabajar con ojos escrutadores. Aquello no
tenía ningún sentido. Mi vida habría sido más lógica si hubiese seguido
viviendo en mi casita ajardinada con Xara, si nunca hubiese recibido esa carta
y si hubiese encontrado cualquier motivo para no salir de Eónicas nunca jamás
en la vida. Pero, al parecer, mi destino no era ese.
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