viernes, 8 de agosto de 2014

Hasta el final... y puede que más allá.

Buenas noches a quien se digne a perder el tiempo en este blog de pacotilla que me tomo la molestia de ir actualizando cuando me surge algo que escribir. Hoy vengo aquí a volcarme porque creo que lo que tengo que decir es complicado de explicar y no hay nadie por aquí cerca a quien decírselo.
Resulta que hace bastante tiempo, cuando yo tenía ocho años y hacía la Comunión, una antigua niñera me regaló un libro. Yo por ese entonces ya era una lectora voraz -y no soy falta de modestia si digo que fui una niña bastante precoz-, pero el libro que me puso en las manos era uno que nunca me había llamado la atención. Se titulaba Harry Potter y la Cámara Secreta. Obviamente, a mí ya me sonaba de oídas el nombre de aquel niño mago que protagonizaba tan famosos libros y, a posteriori, películas. Sin embargo, no me había dignado a leer sus aventuras, y si leí ese libro fue, sencillamente, porque en casa no tenía otra cosa mejor que leer.
Se trataba del segundo de una saga de siete volúmenes, el primero de los cuales me apresuré a conseguir para comprender mejor la historia tras haber devorado ávidamente ese que obtuve primero. Así comenzaron mis andanzas junto al niño que sobrevivió: comencé su vida con él la noche en que quedó huérfano, sufrimos juntos los diez años que pasó en casa de sus aborrecibles tíos y vivimos con ilusión su entrada al mundo mágico, en el cual era enormemente reconocido por tratarse del bebé que venció al mago más tenebroso de todos los tiempos.
Pasé tres años de mi vida esperando impaciente las Navidades y mis cumpleaños para obtener un número más de la que se estaba convirtiendo en la saga de mi vida. Si bien ahora mismo mi libro favorito es otro cuyo título no viene a cuento, Harry Potter es la historia que marcó mi infancia a fuego y, por consiguiente, me transformó en la persona que soy ahora y en la adulta en la que me estoy convirtiendo. De esa fantástica historia salieron mis primeros amigos imaginarios y con ella comencé a asimilar conceptos como el amor, la lealtad, el esfuerzo, la sabiduría y la astucia, por no hablar de la maldad. 
Creo que estos libros me enseñaron a buscar y valorar lo mejor de cada ser humano, a distinguir los matices que hacen a una buena persona no tan buena y a una mala algo mejor de lo que parece ser; acompañé a los protagonistas -y a todos los demás- mientras luchaban en una guerra que no tenía nada que ver con cañones ni soldados y, en definitiva, acogí en mi corazón a esta historia como "mi" historia. Este es el cuento de la niña que se enamoró un día de la historia del niño que sobrevivió, y yo os lo cuento porque siento que necesito que alguien, aunque no me conozca ni haya visto nunca mi cara y esté lejos de mí, lo entienda y sonría al leer estas palabras, o por lo menos no le suenen a chino. 
Porque hay historias que nos hacen abrir los ojos de la impresión durante unos pocos momentos, e incluso derramar unas pocas lágrimas; ésas son las historias corrientes, las que pasan ante nuestros ojos porque sí y se quedan en el rincón de nuestra mente dedicado al semiolvido. Sin embargo, hay otras que llegan de casualidad, a las cuales no concedemos mucha importancia y que pensamos que van a ser como las demás, pero que, por algún extraño motivo o movidas por una coincidencia muy grande, acaban siendo recibidas con los brazos abiertos y nos dejan una cicatriz, hecha con tinta indeleble en el mismo corazón, que significa que modelaron un pequeño trocito de nosotros y que, por suerte o por desgracia, vinieron para quedarse.


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