-En realidad, los miembros del círculo cercano de Mow ya sabíamos
cuáles eran sus intenciones al traerte –dijo un día mientras tomábamos un
respiro en mi habitación del Ala Sur, antes de volver al Salón Principal para
recibir a la Presidenta de la Ciudad de los Mineros-. Últimamente estaba muy
callado, y no hacía otra cosa que mover piezas de un ajedrez que tiene en su
oficina mientras murmuraba y daba órdenes aquí y allá.
Lo decía chupando el chocolate de su bollo de hojaldre, como si no
hubiese que preocuparse en exceso por los cambios repentinos de humor de un
Emperador.
-Antes de pedirle a Yago que te buscase en los registros de
empadronamiento, me llamó un día y me preguntó si yo había seguido en contacto contigo.
Por supuesto que no, le dije, ya que en cuanto pudiste te largaste de aquí. Yo
sabía que no podías estar en la Capital sin habernos dado muestras de vida,
aunque fuese una señal de humo –rio ante el comentario-, así que le propuse que
mandara a Yago mirar con lupa los registros del último año de todas las
ciudades, empezando por Eónicas. Y, mira por dónde, acerté –remarcó, con una
sonrisa de suficiencia.
Yo la miraba. Se me había olvidado que tenía el bollo en la mano,
porque el chocolate me chorreaba por los dedos y caía en el plato en forma de
gotitas marrones. Ella echó un vistazo rápido a mi bollo intacto y siguió
comiéndose el suyo con saña mientras hablaba:
-Por supuesto, se veía a las claras lo que pretendía pedirte detrás de
esa estúpida excusa de la traducción. Si hubiese sido yo, te habría pedido que
fueses mi profesora personal o algo por el estilo, para pasar más tiempo a
solas y acercarme mejor –me guiñó un ojo-. Pero, claro, el muy burro se inventó
esa historia…
-La verdad es que no se sostenía mucho –puntualicé yo.
-Efectivamente, insostenible –concedió Greta-. Y lo que consiguió fue
cabrearte por tanto misterio y secretismo. La semana que tardaste en traducir
aquello estaba de los nervios; no podíamos casi molestarlo para nada que fuese
menos de una amenaza de bomba o algo así. Él creía que te ibas a ir en cuanto
acabases, y no sabía cómo decirte lo que, al parecer, llevaba cerca de dos años
rondándole por la cabeza…
Greta hablaba con naturalidad, como si fuese lo normal que un Emperador
hiciese eso todos los días.
-Yago se hizo el sueco cuando recibió las instrucciones de esa carta,
pero yo no me callé. Me parecía muy injusto que jugase contigo de aquella
manera –ahora parecía indignada. Había dejado el último bocado del bollo en el
plato y me miraba fijamente, ceñuda-. En cuanto Yago salió del despacho, más
contento que unas pascuas con su nueva misión, yo me planté delante de Mow y le
pregunté durante cuánto tiempo pensaba tenerte de mascota. No, no me mires así;
lo conozco lo suficiente como para decirle lo que me venga en gana si creo que
se equivoca. Le regañé y le dije que me parecía injusto haberte tenido seis
años en la sombra, preocupada siempre por lo que podría pasarle, mientras él
iba y venía haciendo sus cosas y sólo recurría a ti cuando le convenía. ¡Es
cierto, Simona, admítelo! Primero le picaba la curiosidad contigo mientras a ti
se te caía la baba con él, pero no dio tiempo a más porque llegaron los Años
Negros y se tuvo que marchar cagando leches. Después de cuatro años, cuando tú
ya te habías acostumbrado a vivir sin él, volvió y te pidió que lo tuvieras en
tu casa con toda la cara del mundo, y encima, que lo ayudases a recuperar el
control del Imperio. Y tú, boba, le hiciste caso y le ayudaste, pero con eso
sólo te autodestruías más. Después, cuando él ya tenía el Trono y había asumido
limpiamente su labor de Emperador, volvía a olvidarse de ti. Y tú hiciste muy
bien en marcharte, si quieres mi opinión. Pero para cuando ya tienes tu vida y
haces lo que te gusta, se le ocurre llamarte porque se ha dado cuenta de que,
después de seis años de dar más vueltas que un trompo, admite que no puede
vivir sin ti y que eres demasiado especial como para dejarte pasar de largo en
su vida. Sé que Mow no es mala persona, pero a veces se comporta como un verdadero
capullo.
Yo la miraba con la boca abierta. Por supuesto que había pensado eso
muchas veces, pero nunca lo había puesto por palabras tangibles, y Greta tenía
esa cualidad que a mí casi se me había olvidado: expresar claramente los
pensamientos de los demás, como si tuviese telepatía. Y seguía hablando,
agitando sus rizos pelirrojos con furia:
-Él permaneció callado durante todo ese rato, pero cuando acabé
explotó y me gritó que yo no sabía lo que era ver a tus padres morir mientras
lo perdías todo y tenías que huir como un maldito proscrito. Dijo que le había
costado más de lo que yo pensaba vivir durante esos cuatro años fuera del
Imperio, y que volvió para intentar dar a su pueblo un futuro mejor. Cuando
terminó de hablar estaba llorando, Simona –de repente Greta ya no parecía
furiosa, sino sólo cansada-. Lloraba como un crío, arrimado a su mesa y
empapando el traje canela ese que le queda tan horrendo. Me dio pena haberle
provocado de esa manera, pero creo que era necesario que viera la realidad de
frente y al completo. Él siempre había estado sumido en su propia desgracia, de
forma que no se había preocupado excesivamente de la de los demás; solamente en
lo esencial. Tenemos que admitir que es un buen hombre, pero a veces ha cometido
el error de pasar por alto ciertas cosas que no sólo le habrían evitado daño a
él –me dirigió una elocuente mirada que yo no correspondí.
Aquel relato me había dejado la boca seca. Me limpié el chocolate de
las manos y, de pronto, acusé unas terribles ganas de vomitar, aunque no sabía qué
podría salirme del estómago, ya que no había tocado el bollo. Greta volvió a la
carga, pero esta vez dijo algo realmente sorprendente:
-Después de dejarlo ahí llorando pensé que me despediría, pero lo que
hizo fue llamarme a su despacho al cabo de dos días y encomendarme la misión de
ir a por ti y traerte a toda costa. Parecía un hombre nuevo, Simona: ya se
había acabado el frenesí de los meses anteriores y hablaba con una nueva calma
que yo nunca le había visto. Me habló de superior a subordinada, pero cuando me
iba a marchar me dijo que me subiría el sueldo sólo por ser la persona más
sincera de las que tenía alrededor en ese momento. A mí me hizo gracia, pero me
di cuenta de que había reflexionado, así que cumplí con mi deber y no volví a
rechistar.
Al ver mi cara debió de pensar que me estaba dando fiebre, por lo que
se apresuró a aclarar:
-Si te cuento esto, Simona, es porque creo que mereces saberlo, aunque
él sea demasiado orgulloso para contártelo. Supongo que no tiene el valor de
darte más razones para marcharte de las que ya tienes. Quizá él viera más
romántico que no supieses los pormenores del asunto, pero a mí me parece
injusto. Además, si te lo cuento tan tranquila es porque sé que no te vas a ir
dejándolo aquí solo otra vez. Si lo hicieras, créeme que cualquier día nos lo
encontraríamos colgado de una viga, les declararía la guerra a los indígenas o
vete a saber qué idiotez se le ocurriría. En fin –volvió a adoptar el tono
despreocupado-, supongo que también te interesará saber que no se lo veía tan
contento desde hace más de siete años. Va por ahí dando saltos y oliendo flores
como un idiota. De verdad, a veces no me lo explico: puede pasar de la tristeza
más honda a un comportamiento perfectamente infantil. Supongo que tú lo
entenderás, porque yo ya me habría ido como un rayo al saber que semejante
bicho quería casarse conmigo –dicho esto, terminó su bollo y se recostó en el
asiento-. ¿No te vas a acabar el bollo?
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