-¿De qué voy a tener miedo yo, la reina de la selva asiática? ¿Acaso no has contemplado tú, escuálido lobo, desde tu humilde perspectiva de tosco canino cómo me mueven mis elegantes articulaciones entre la selva, cómo mi precioso pelo se pigmenta con el atardecer oriental, cómo mis ojos rasgados escrutan la oscura noche y acechan a cualquiera que se acerque a diez leguas? ¿No has comprobado con envidia cómo mi fuerte mandíbula desgarra y atrofia los huesos crujientes de mis víctimas? ¿Es que no sabes que yo sola soy capaz de enfrentarme a seres mucho más grandes que yo sin vacilar ni un segundo?
El lobo no se inmutó. Siguió contemplando los sugerentes movimientos de la hembra de tigre a su alrededor y consiguió impregnarse bien de su hormonado olor cuando ésta le rozó el hocico con su cola anaranjada. Mientras tanto, la fémina continuaba hablando:
-Allá en el Norte del viejo continente os temen a los lobos más que a nada, porque hay pocos seres parecidos a vosotros en esos bosques profundos cargados de historias y leyendas. Sin embargo aquí, en la selva, donde la gente practica unas religiones extrañas, sin crucifijos, y los lobos no podríais sobrevivir más de lo que tú lo lograrás conmigo cerca, las cosas son distintas. Aquí yo marco el antes y el después, yo decido quién sale vivo y quién lo hace cadáver. Incluso algunos se quedan a jugar conmigo... para siempre -terminó, posando los cuartos traseros con un ademán exagerado en el suelo y enseñando todos los dientes en lo que podría haber sido interpretado como una maquiavélica sonrisa de depredadora.
-Eres orgullosa, tigresa -dijo el lobo en tono seco.
-¿Acaso tengo motivos para no serlo? -preguntó ella en tono acusatorio por lo que consideraba una falta hacia su potencial.
-Sin embargo... -comenzó el lobo, levantándose y rodeando a la tigresa con pasos lentos-. Hay algo que falla en tu precioso croquis vital.
-Ah... ¿sí? -preguntó ella, distraída, mientras admiraba el reflejo de los ojos pardos entre el pelaje oscuro del lobo en sus curvas y afiladas garras-. ¿Y me lo vas a decir, o tu aguda inteligencia nórdica se ha visto sofocada por este clima tropical que hay en mi territorio?
El lobo desapareció del campo de visión de la tigresa, quien ya se había colocado en posición de ataque. Sin embargo, no fue lo suficientemente rápida, por lo que en décimas de segundo se vio atrapada bajo unas fuertes garras y escrutada fijamente por los mismo ojos pardos que antes contemplara en sus brillantes garras.
La felina rugió, enfadada, pero cesó su sonido gutural de golpe al percibir un olor distinto. Mejor dicho: una mezcla de olores distintos y poco familiares. Nada más ver a ese estúpido lobo en su territorio esa tarde su olfato había asimilado su marca: un olor exótico, diferente a nada que hubiera percibido antes, potente y perteneciente, claramente, a un animal poderoso del género maculino. Una amenaza.
Sin embargo, ahora captaba con total nitidez una mezcla de olores y partículas parecidas a las de este lobo pero algo distintas, quizá no tan fuertes.
-Te presento a mi manada, gatita -dijo el lobo mientras agitaba la cabeza y soltaba un ladrido de triunfo, aún sin soltarle el cuello.
Ella estaba paralizada del horror. En su campo de visión había no menos de diez lobos, todos fuertes y de distintos pelajes pardos, aunque ninguno tan potente como el que ella tenía encima, apresándola. Lo había subestimado. Era más pequeño que ella, pero le había ganado en astucia. Además, era el jefe. Si ahora intentaba moverse acabaría descuartizada por los otros, así que se quedó quieta, con la panza descubierta y los músculos en tensión.
El lobo le mostró una hilera de dientes blanquísimos y dijo, triunfal:
-Éste es tu fallo, peligrosa gatita: siempre has estado sola.
Bruma.
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