En el Norte del Bosque Frío, una inhóspita y vasta extensión de árboles que poblaba la cuarta parte del único continente que poseía aquel pequeño planeta, había una cueva. No se trataba de una simple cavidad en la roca, sino de una verdadera caverna con numerosos recovecos conectados entre sí por amplios túneles, como si hubiesen sido abiertos por un enorme gusano gigante.
Dentro de esos túneles, en lo más hondo de la roca, nacían y morían unos seres curiosos. Se trataba de unos animales grandes, similares a los pumas pero de un tamaño superior, con el mismo suave pelo canela y la cabeza redonda. En los tiempos antiguos de este planeta de dragones y hadas, los primeros humanos llamaron gurhums a estos seres, palabra que hoy en día, en la lengua moderna del reino humano, quiere decir algo así como "grande". Y es que los gurhum eran los felinos más enormes nunca vistos en aquel pequeño mundo; más grandes, incluso, que los tigres.
Los gurhum podrían haber pasado por pumas más grandes de lo normal de no ser por sus enormes alas: grandes y alargadas, membranosas al tacto; unas alas que soportaban todo su peso -aunque probablemente la magia influía algo en el delicado vuelo de unas criaturas que resultaban tan pesadas en tierra. Los gurhum poseían, además, el don de la invisibilidad, aunque raramente lo usaban, con lo cual los expertos estudiosos de las llamadas Grandes Bestias -panteras voladoras, dragones de agua, escorpiones de la seda- estaban comenzando a creer que esa cualidad se iba a perder en esta raza de magníficos felinos mágicos.
Un día nació una de estas criaturas, como otro cachorro cualquiera. Venía envuelto en una sanguinolenta placenta que su madre se ocupó de devorar para que el pequeño pudiese respirar. Cuando lo hizo, tardó un par de minutos en abrir los ojos: unos ojos que miraban sin ver, y que tardarían aún un tiempo en acostumbrarse a la penumbra de las cuevas antes de salir a ver el sol del Bosque Frío.
El pequeño gurhum crecía como otro cualquiera, aunque el destino le tenía preparado algo diferente a sus congéneres. Cuando contaba dos meses, su madre, una enorme gurhum de fuertes patas y larga cola, lo sacó con ella a ver el sol por primera vez, y lo que el astro celeste mostró a la luz del día era un milagro digno de verse: el pequeño gurhum tenía un ojo de cada color. El derecho, verde; el izquierdo, azul.
Desde luego, la mamá gurhum percibía en su pequeño algo especial, cierto toque más mágico que el que poseían el resto de estas criaturas, ya de por sí impregnadas de un aire sobrenatural y con un tinte ancestral en la mirada: el mismo que llevaban en sus ojos dragones, pegasos y demás Grandes Bestias.
Sin embargo, el caso de nuestro pequeño gurhum era una excepción dentro de las mismas excepciones del reino animal del pequeño planeta en el que se desarrolla esta historia. Rara vez nacía un solo ejemplar -y podía tardar generaciones- con un ojo de distinto color al otro. Por supuesto, la percepción gurhum no llegaba mucho más allá de que esa cría era una rareza para su propia especie, pero los estudiosos -ya fuesen humanos, ángeles sanadores o incluso indígenas de la lejana selva- sabían que la mirada bicolor en las Grandes Bestias era augurio de un poder extraño. Esto quería decir que nuestro pequeño gurhum bien podía ser un héroe a cuatro patas como un villano capaz de acabar con la paz que mantenía en precario equilibrio a ese pequeño planeta salido de la imaginación de una mente alocada.
Yo, por el momento, en calidad de narradora prefiero creer que el pequeño peludo era un héroe. Aunque el resto de la historia, cuando se cuente, se encargará de desmentir o no esta afirmación.
Bruma, deberes para clase de Proyecto Integrado.
me encanta :)
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