Y ahí estás tú, subido en tu pedestal y acompañado por tu madurez y tu independencia, proyectando una sombra de casi dos metros sobre mi pobre figura andrajosa que se está quedando sin esencia, que ya no sabe a quién pertenece ni por qué motivo está aquí.
Me he pasado una vida entera sintiéndome grande, protegiendo a aquellos que se dejaban proteger, y ahora lo único que quiero es encogerme, disminuir de tamaño y que alguien grande venga y me cubra a mí con sus brazos, que impida que mi cuerpo caiga por un acantilado; quiero invertir los papeles y ser yo la protegida.
Me he pasado una vida entera sintiéndome grande, protegiendo a aquellos que se dejaban proteger, y ahora lo único que quiero es encogerme, disminuir de tamaño y que alguien grande venga y me cubra a mí con sus brazos, que impida que mi cuerpo caiga por un acantilado; quiero invertir los papeles y ser yo la protegida.
Pero no hay nadie que quiera proteger a un tigre. ¿Para qué, si ya tiene esas zarpas enormes y ese pelo para camuflarse en la selva? ¡Que se defienda solo!
Pero igual que las personas, al sentirnos protegidas, en cierto modo volvemos a una niñez en la que nuestros padres nos arropaban en la cama y nos soplaban en las heridas de las rodillas, a los tigres también les gusta volver a ser pequeños y juguetear, y que la mamá tigresa los vigile en sus correrías por la selva. Pero se conforman con poco: el mero hecho de poder mostrar sus debilidades ya es suficiente; poder reconocer que les da miedo saltar esa enorme brecha entre los árboles o lanzarse hacia el cazador furtivo para defender a sus crías.
Qué curioso contraste, quien quiere ser fuerte sólo logra verse débil y quien no tiene ni idea de su fuerza arrasa corazones malheridos.
B.
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