Hace un par de años mi abuelo murió por las secuelas de una trombosis. Yo tenía trece años y recuerdo poco de aquella época, aunque los retazos que quedan en mi mente brillan como si los hubiesen marcado con fluorescente. Me acuerdo de que estaba perdida y me sentía sola, aunque no tenía motivos. Mi mejor amiga Bruma aún no daba los problemas que no tardarían en llegar dada su condición de perra podenco medio esquizofrénica y mal educada. Mi padre todavía no nos había dado muchos motivos para exiliarlo a su precioso apartamento. Las notas me iban bien. Alimentaba mis sueños con ganas cada día. Tenía muchos amigos y mis profesores eran inmejorables, por no hablar de mi familia. Y, de hecho, nunca me había llevado tan bien con mi abuelo como para sufrir un trauma por su muerte: siempre había sido esa figura nebulosa que va y viene cuando quiere y a la que no se puede retener en casa más de lo que a ella le apetezca estar. Ni mi abuela podía después de más de cincuenta años de matrimonio, aunque nunca había podido. Nunca fue una persona cariñosa, aunque esto parecía cambiar en sus versos, pues aficionaba a trovar cuando la musa que fuese lo iluminaba y tenía a mano cualquier tipo de papel en el que pudiera plasmar sus pensamientos tras meditarlos un ratito.
El caso es que en diciembre del año 2011 nos dejó para irse a un lugar mejor, como se suele decir. Yo leía en ese momento unos libros que cambiarían mi entrante adolescencia e iba de acá para allá como una autómata buscando algo que diese a mi vida un poco de sal, el sentido del que a mí me parecía que carecía.
Y lo logré, aunque tardé un par de meses y no fue como me habría gustado. Pero ya no hay marcha atrás, una tiene que aguantarse y abrirse camino como pueda entre los pinchos del rosal de su vida.
Ahora, dos años después, vuelve esa sensación de inseguridad, de vacío. Llevo mucho tiempo nadando en una piscina de lodo en la que yo misma me sumergí, y no sé salir de ella. Algunas noches ese lodo se vuelve agua marina que me refresca y me hace sentir mejor que nunca, pero en general siempre acaba volviendo a ser lodo al poco tiempo. No tengo fuerzas para volver a alimentar esos sueños, pues me parecen delirios de grandeza propios de una niña de trece años con demasiadas ganas de comerse el mundo y con muy poco seso para vivir en él. Me encuentro en un punto muerto del que algo, no sé qué, me impide salir. Si pudiera ser una serpiente me quitaría esta piel vieja y rugosa para fabricarme un nuevo yo.
Pero, por desgracia, no soy una serpiente. Y sigo nadando en mi piscina de lodo.
Esta canción me llegó al corazón en aquella mala época hace dos años. La escuché cuando todas las inseguridades ante el mundo se concentraban en mi cabeza, cuando la soledad llamaba a mi puerta y quería entrar en mi vida por la fuerza. Era más pequeña, sí, pero no tonta. Supongo que estaba creciendo, y esa independencia que había caracterizado siempre a mi abuelo se reencarnó en mí. Pero al parecer hubo algún fallo, porque hay algo que no me deja salir del todo de mí misma.
Siempre digo lo mismo y creo que nadie me va a entender, porque ni yo sé explicarme. ¿Por qué es todo tan complicado? ¿No podría ser tan firme que no me derribaran ni los tiros a quemarropa? Es muy frustrante este querer y no poder que vuelve a mí tras dos años sedado por otras emociones más fuertes, aunque en aquel momento que lo sentí por primera vez no lo comprendía del todo. Me limité a dejar pasar el tiempo y a concentrarme en determinadas cosas que alejaban de mí ese malestar.
Pero un día desgraciado, ¡sí, desgraciado, aunque me duela en el alma decirlo!, una conjunción de los astros o lo que fuera hizo que mi suerte se pusiera zapatillas deportivas y me chutara un balonazo bien fuerte en toda la cara.
Nunca se me va a ocurrir pedirle a nadie algo que no me puede dar. Pero ¿por qué no me doy yo a mí misma un gusto y dejo que algo, cualquier cosa, me empuje hacia lo desconocido sólo por el placer de moverme tras dos años quieta en un mismo lugar?
B.
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