El sonido surgió de detrás de él, un débil y ahogado juramento.
-¿Qué ha sido eso? -Saryon levantó la cabeza-. ¿Quién ha hablado? ¿Hay alguien ahí? ¿Me queréis ayudar?
Había parecido surgir del Templo.
-¿Quién hay ahí? -llamó Saryon desesperado. Con mucho cuidado para no molestar al herido que sostenía en sus brazos, se volvió hacia un lado y otro, pero las sombras del interior del Templo de los Nigromantes permanecieron inmóviles, oscuras y silenciosas como el reino que custodiaban.
¿Había sido la voz de ella? ¿Había hablado? ¡Ella amaba a Joram! Lo amaba todavía, por lo que Saryon sabía.
-¡Gwendolyn! -habló en voz baja y suave, temeroso de asustarla-. ¡Acércate a mí! Quédate con Joram mientras consigo ayuda.
Al oír la voz de Saryon, se volvió hacia él. Su mirada se dirigió a su esposo y revoloteó sobre él como las alas de una mariposa, yendo a un lado y otro sobre los tallos de las plantas marchitas. La conmoción debía de haber silenciado a los muertos, ya que el temor que la inspiraban había desaparecido. Muy despacio, empezó a ponerse en pie.
¡De repente se le ocurrió a Saryon que también ellos podían estar en peligro! ¡Lo que fura que hubiera derribado a Joram de aquella manera tan misteriosa y horrible podría estar aguardando para soltar de nuevo aquellas detonaciones que sonaban como el restallar de un látigo.
-¡No! ¡Gwen! ¡Quédate agachada! -gritó Saryon frenético y, o bien el terror y el tono perentorio de su voz atravesaron las brumas del Más Allá que nublaban su mente, o manos invisibles la sujetaron y no le permitieron erguirse. Saryon, en su agitado estado, tuvo la certeza de que había sido esto último el verdadero motivo.
Escudriñó el Templo de nuevo, luego el Jardín, los senderos, los aserrados bordes de la cima, buscando frenéticamente a su enemigo.
-No es que me preocupe por mí mismo -murmuró el anciano sacerdote, e inclinó la cabeza sobre el cuerpo que sujetaba en sus brazos, los ojos anegados en lágrimas. Aunque seguía respirando, Joram había perdido el conocimiento. Delicadamente, Saryon le apartó la negra y espesa cabellera del macilento rostro-. Estoy fatigado de esta vida, cansado de este temor, harto de las matanzas y de las muertes. Si Joram tiene que morir aquí, entonces no puedo encontrar mejor lugar para descansar.
Saryon sacudió la cabeza con rabia y reprimió las lágrimas: "¡Deja que la desesperación se apodere de ti y estás muerto, y también Joram y Gwendolyn! Tiene que refugiarse en un lugar seguro, si es que existe... ¡El Templo!". Antiguamente había sido un lugar sagrado. Quizá la bendición de Almin permaneciera todavía en su interior.
-Gwen, corre al Templo -indicó Saryon, esforzándose por hablar con voz tranquila-. ¡Deprisa, hija mía! Corre al Templo.
Gwendolyn no hizo el menor movimiento. Miraba a su alrededor con la misma expresión expectante y no parecía siquiera haberlo escuchado.
-¡Llevadla allí! -gritó Saryon apremiante a las sombras del vacío Jardín-. ¡Llevadla al Templo! ¡Cuidad de ella allí!
Era un grito nacido de la desesperación, y nadie se sorprendió tanto como el catalista cuando vio que manos invisibles ayudaban a Gwen a ponerse en pie y a mantener el equilibrio.
-¡Deprisa! -susurró, mientras esperaba lleno de temor otra de aquellas agudas detonaciones.
Llevando a Gwen con ellos, los muertos regresaron junto a él a toda velocidad. Percibió el suave murmullo de su presencia en su mejilla mientras veía cómo el vestido de Gwen revoloteaba y se agitaban sus dorados cabellos al ser conducida hasta el Templo. Cada vez que tropezaba, la sujetaban y ayudaban a seguir y, cuando empezó a desfallecer, apresuraron sus pasos. Saryon la observó dar un traspié cuando subía los nueve escalones que llevaban al interior del Templo y luego se desvaneció entre las sombras.
El catalista suspiró aliviado, era algo menos de lo que preocuparse. Y ahora, se repitió testarudo, debo conseguir ayuda para Joram, para todos nosotros. Volvió a contemplar al hombre que tenía entre los bazos, y se sintió desfallecer; la parte fría y lógica de su mente le decía que, para Joram al menos, no había ayuda posible.
-¡Debe existir alguna posibilidad de salvarlo! -gritó Saryon desafiante en dirección al cielo.
Como en una respuesta burlona, el cuerpo que sostenía se estremeció, y un gemido de dolor se escapó de sus labios. El catalista abrazó a Joram con fuerza, intentando sujetar aquel espíritu que se escapaba con cada gota de sangre.
-¡Si tan sólo supiera qué le ha ocurrido! -le gritó al vacío y frío firmamento.
-¡Diablos! -se oyó una voz débil-. ¡Ya somos dos!
Sobresaltado, Saryon apartó los ojos del cielo para devolverlos a la tierra, al hombre que abrazaba. El rostro severo de elevados pómulos y firme mandíbula había desaparecido. Tampoco contemplaba la exuberante cabellera negra con su mechón blanco, ni las oscuras y ceñudas cejas, ni los ojos castaños que ardían con aquella intensa llama interior. En su lugar, vio un rostro de edad indefinida con una barbilla puntiaguda, una barba suave y un bigote; las pupilas lo observaban con una casi cómica expresión de perpleja indignación.
-¡Simkin! -jadeó Saryon.
-En carne y hueso -aseguró el joven, respirando con dificultad-. Aunque... parte de mí... se halla... bastante ventilada. Noto... una nítida corriente... de aire... en los riñones...
-Pero ¿dónde... dónde está Joram? -tartamudeó Saryon, desconcertado.
-Aquí -llegó la severa respuesta.
Una figura vestida de blanco, la cabeza cubierta por una capucha blanca, estaba de pie junto a ellos, su mano sujetaba la Espada Arcana. Joram se arrodilló al lado de Simkin y, a pesar de que su voz resultaba dura, la mano que se posó sobre el herido era suave. De los dedos de Joram cayó, balanceándose en el aire, un pedazo de seda naranja que parecía haber sido cortado en dos por una hoja afilada.
-¡Ah, eres un chico inteligente! -exclamó Simkin con voz ahogada, un hilillo de sangre deslizándose por la comisura de sus labios-. Esca... escapaste... de mi ingenioso nudo -su cabeza cayó hacia atrás, los ojos se cerraron.
-¿Qué le ha sucedido? -preguntó Saryon en voz baja.
Joram depositó la espada en el suelo y con cuidado apartó a un lado el tejido empapado de sangre que formaba parte de las blancas ropas de Simkin, examinando las heridas del pecho. Bajó la mirada hacia las otras heridas que tenía en el estómago y sacudió la cabeza.
Simkin gimió, estremeciéndose violentamente.
La severa expresión de Joram se dulcificó. Recogió el pedazo de seda naranja, y le secó con cuidado la frente perlada de sudor.
-Mi pobre Bufón -susurró.
-¿No hay nada que podamos hacer? -preguntó Saryon.
-Nada. No sé lo que lo ha mantenido con vida todo este tiempo, a menos que sea su magia -replicó Joram.
Debería rezar, debería decir algo, pensó Saryon confusamente, aunque la idea de enviar a Simkin al cielo en alas de la oración resultaba, en cierta forma, absurda.
El catalista depositó el tembloroso cuerpo en el suelo y colocó la mano sobre la frente del muchacho. Inclinando la cabeza, murmuró:
-Per istam Sanctam Unctionem indulgeat tibi Dominus quidquid...
-Digo yo, Calvo Amigo -se oyó una voz débil y disciplente-, ¿no podríais ir a quidquid a algún otro sitio? ¡Es condenadamente molesto!
-¿Por qué lo hiciste, Simkin? -preguntó Joram con ternura.
-¡Cielos! -Simkin miró a Joram con ojos febriles-. Te has transformado... en una sombra borrosa -hizo una mueca-. Éste es un juego horrible. No me gusta... nada. ¿Dónde estás, querido muchacho? Todo... oscuro... Me asustan... las tinieblas. ¿Dónde? ¿Dónde estás...? -respiró con dificultad y la mano se le crispó sin fuerza.
Joram tomó aquella mano manchada de sangre entre las suyas y la oprimió con fuerza.
-Estoy aquí -dijo-. Y está oscuro porque llevas ese estúpido yelmo en la cabeza, el que te da una apariencia de cubo.
Simkin sonrió, relajado.
-Me gustaba... ser un... cubo. Era un especialista... además. Nunca... lo sospecharon, en realidad. De esa forma... me enteré...
-¿Te enteraste de qué?
Los ojos dejaron de mirarlo para posarse en la lejanía, en el pálido y frío sol.
-"Un mundo feliz..." ¡Te llevaremos! No a Simkin -un destello de vida, de ánimo, centelleó en sus ojos. Su mirada regresó lentamente, para clavarse en Joram-. ¡Así que... tomé tu aspecto! Hubiera constituido... una gran jugada. Hubiera ganado... la partida -un espasmo de dolor contorsionó su rostro. Sujetando la mano de Joram con las pocas fuerzas que le quedaban, lo obligó a acercarse-. De todas formas, ha sido divertido... ¿verdad? -murmuró-. "Divertido", como... dijo la duquesa d'Longville... Sus últimas palabras antes... de que su último esposo la colgara...
Una sonrisa asomó a sus labios, luego se quedó fría y rígida. La voz se apagó, la mano cayó inerte. Joram la colocó con delicadeza sobre el pecho de Simkin e introdujo el pedazo de seda naranja entre los dedos sin vida.
-... deliqusti. Amén -murmuró Saryon.
Extendiendo la mano, cerró aquellos ojos vacíos.
La espada de Joram III: el Triunfo, de Margaret Weis y Tracy Hickman.
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