Anastacia fumaba pitillos sólo por la efímera satisfacción de ver la cara que ponía la abuela cada vez que la pillaba. Usaba faldas por encima de las rodillas y pantalones ajados, además de esas camisetas tan extravagantes suyas, que bien podían cubrir menos de lo que dejaban a la vista o podían asemejarse a bolsas de basura multicolores.
Bruno se la comía con los ojos. Cada vez que pasaba a dejar el correo de la abuela, aprovechaba y preguntaba por Anastacia, o se quedaba rezagado mirando un hipotético desperfecto en el mecanismo de su antigua bicicleta sólo para verla. A Óscar y a mí nos hacía gracia, pues comprendíamos ciertamente la postura de nuestro amigo, aunque no la compartíamos, por la evidencia de que Anastacia, por muy musa que pareciese, era nuestra prima surgida de la nada.
Un día, incluso, Anastacia se rapó media cabeza y se tintó el resto de morado. Ahí la abuela no aguantó más: en cuanto la vio, la echó a escobazos de casa y la maldijo de todas las maneras posibles, cosa de la que Óscar y yo nos acordaríamos por los restos de los restos. Al principio nos dio un poco de pesadumbre el hecho de que la abuela mandara a la prima Anastacia a la calle con cajas destempladas, pero al ver la cara de ella se nos quitaron las dudas: Anastacia urdía algún plan en lo que hubiera debajo de esa informe mata de pelo púrpura. Con aire de suficiencia, se llevó el cigarrillo a los labios y se dio la vuelta.
-Habráse visto... esto es una casa decente y respetable, y no pienso consentir que las mujeres de mi sangre vayan como furcias por ahí. ¡Vaya si no! Seguro que ahora todos los borrachos se le están restregando, y eso le pasará por guarra, si no decía yo...
Cuando bajé las escaleras al rellano rococó de la casa de la abuela, la encontré murmurando por lo bajo sobre mi pobre primita mayor.
-Venga, abuela, déjala. Los tiempos han cambiado... -intenté decirle.
Ella se levantó bruscamente del zapatero, donde estaba buscando algo, y me miró desde detrás de sus gafas con esos ojillos de sapo que me alegré de no haber heredado.
-¡Será posible! -casi chilló-. ¡Mi nieto de dieciséis años... -en realidad tenía quince, pero ella se empeñaba en que tanto Óscar como yo parecíamos mayores; él tenía veintiún años y no pasaba nada, pero ¿yo?-, llevándome la contraria de esa manera! ¡Óyeme bien, Andrés! ¡Tu prima es una guarra y eso está más que visto! Me da vergüenza aparecer por la plaza a partir de ahora, seguro que la habrá visto todo el mundo y murmurarán cosas; la gente es muy mala...
-Vale, abuela, pues dile a Óscar que se encargue él de la compra, que no tiene mucho que hacer este verano aparte de tocarse las narices y ver la tele. Yo ahora me voy a dar una vuelta, que lo mismo veo a alguien interesante...
La dejé ahí, despotricando sobre su nieta.
Lo cierto es que no habíamos visto a Anastacia desde que era una enana que más parecía un moco en la pared, con ese par de coletas castañas y la boca manchada de piña, según me había contado Óscar, ya que tanto ella como su madre se marcharon a vivir a Alemania antes de que ella empezara el colegio. Su padre era alemán y se había debido marchar allí poco después del nacimiento de su hija, por lo que en cuanto pudieron, la tía María y una pequeña e inocente Anastacia se fueron a vivir con él.
Hacía un mes, poco antes del verano, mamá nos dio a Óscar y a mí la noticia de que la prima Anastacia venía de Alemania a pasar el verano con nosotros en la casa de la abuela. A mí me extrañó que una hija de la rebelde tía María, acostumbrada ya a vivir en la metrópolis de Berlín con toda clase de lujos y comodidades, quisiese venir a pasar un verano en este rincón perdido del mundo al que tenía que acudir yo los tres peores meses del año porque mis padres eran pilotos de avión. Óscar, a pesar de ser ya mayor de edad, venía conmigo porque decía que se cansaba de las grandes ciudades, y ya tenía bastante con estar estudiando durante el curso en Zaragoza como para querer volver a nuestra ciudad a pasar tres meses solo. A mí me hubiera gustado quedarme con él en nuestro confortable piso, pero mamá sostenía que la abuela estaba sola y necesitaba ayuda de sus nietos en esos meses en los que Dora volvía con su familia de vacaciones.
Siempre pensé que mi familia era rara, aunque con la llegada de Anastacia este pensamiento se acentuó.
Bruma, relato surgido de la nada.