viernes, 30 de agosto de 2013

Autoreproche.

Siempre creí que en el fondo mamá no estaba enamorada de papá. Nunca supe cómo ni por qué, pero algo en mi genética me decía que los dos ADNs que se habían unido para crearme como ser único en el mundo nunca habían pretendido encontrarse ni quererse, ni habían llegado a hacerlo. Seguramente fui el mero fruto de una relación que existió entre dos almas rotas, hartas de que el azar las usara de dados en un juego que ni siquiera conocían pero que regía sus vidas diarias sin compasión ni clemencia. El único lazo que unió a mis padres fue el conyugal; nada más, nada menos. Aunque creo que para ellos siempre ha pesado más esa falta de algo superior, algo que les colmase. Si bien es cierto que tanto mi hermano como yo hemos sido objeto de la devoción de ambos y que aún, tras más de veinte años, siguen conviviendo bajo el mismo techo, estoy segura de que no es la cara del otro la que cada uno desea ver cada mañana al despertar, legañosa y soñolienta, junto a la suya; que no es a esa otra persona a la que desea prepararle el café ni recoger del trabajo ninguno de ellos.
Cuando iba al colegio, las pocas veces que lograba ver a los padres de Andrés -pilotos de avión; siempre juntos- me preguntaba por qué los míos no eran como ellos. Era sólo curiosidad; debajo de esa cuestión existencial no había ningún sentimiento velado de tristeza o pesadumbre. Me preguntaba qué era lo que hacía que ciertos grupos de personas aparentemente iguales estuviesen tan unidos, como en el caso de los señores Vázquez Santos, o tan separados, como mis padres, Juan José Suárez y Gloria Fernández.
No hace mucho averigüé que siempre hubo otro hombre en la vida de mi madre, y es posible que aún siga ahí, en el fondo de su corazón; un recuerdo borroso y desgastado con los años pero que no ha perdido del todo su esencia, pues todo en esta vida se deteriora y destiñe. Y al igual que la vida de mi madre quiere aún ser colmada por otro hombre, la vida de ese hombre ha estado siempre pintada con los colores del alma de otra mujer. Una tal Laura apellidada Martín o Martínez. El caso es que mi madre, la pobre Gloria, siempre estuvo a la sombra de esa otra fémina, en una especie de competición por ganarse de premio la atención del hombre de sus vidas.
Lo cierto es que esta forma tan competitiva de intentar conseguir el amor -esa conjunción pura y perfecta entre dos personas- me pareció una horterada del tipo de las telenovelas venezolanas. Sin embargo, no descarto la posibilidad de que sea este punto de vista tan pasivo de la vida el que me ha hecho llegar a este estadio, encerrada en el piso de la tía Remedios -que se encuentra ahora mismo en la cocina, haciendo honor a su nombre mientras se prepara una tila y lee un libro de naturalismo-, con la mitad de mi carrera por delante y más sola que la una, acompañada en mi día a día tan sólo por un puñado de libros, recortes, infusiones de la tía y dos gatos siameses con nombres chinos. A veces me pregunto qué es lo que he hecho con mi vida, y no me doy respuesta por miedo a que ésta sea un bofetón en la mandíbula. Por tonta y por egoísta, Alejandra Suárez Fernández. Por dejar que la juventud te vaya pasando de largo sin siquiera molestarte en saludarla.

Bruma, relato surgido de la nada.

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