En la penumbra de poco antes del amanecer, los hermanos de Fulda descendían por la escalera y andaban serenamente por los corredores de la iglesia, con sus túnicas grises que se fundían con la oscuridad. El murmullo de sus sandalias de cuero en el suelo era el único ruido que alteraba el profundo silencio; ni siquiera las alondras se habían despertado. Los hermanos entraban en el coro y, con la seguridad de la costumbre, ocupaban sus posiciones para la celebración de la vigilia.
El hermano Juan Ánglico se arrodilloó junto a los otros y desplazó las rodillas con pequeños movimientos inconscientes hasta encontrar el sitio más cómodo en el suelo de tierra.
Domine labia mea aperies... Empezaron con un versículo y pasaron al tercer salmo siguiendo el orden establecido por san Benito en su regla sagrada.
A Juan Ánglico le gustaba el primer oficio del día. La ceremonia, que seguía unas pautas inmutables, dejaba libre su imaginación para vagabundear mientras los labios formaban las palabras habituales. Varios hermanos ya empezaban a cabecear, pero Juan Ánglico se sentía maravillosamente despierto, con todos sus sentidos despiertos y atentos a aquel pequeño mundo iluminado por velas y limitado por la solidez reconfortante de los muros.
El sentimiento de pertenencia, de comunidad, era especialmente fuerte a aquella hora de la noche. Los contrastes más nítidos de la luz diurna, tan apta para exponer las personalidades individuales, los gustos y disgustos, las lealtades y riñas, se fundían en las sombras con el sonido resonante de las voces de los hermanos, cuya melodía no terminaba de alterar el silencio del aire nocturno.
Te Deum laudamus... Juan Ánglico cantaba el Aleluya con los otros y sus cabezas inclinadas y tonsuradas eran tan indistinguibles como semillas en un surco.
Pero Juan Ánglico no era como los otros. Juan Ánglico no pertenecía por derecho a aquella selecta renombrada hermandad. No por ningún defecto de su inteligencia o su carácter, sino por un accidente del destino o de un Dios cruel e indiferente que había puesto a Juan Ánglico irrevocablemente aparte. Juan Ánglico no pertenecía por derecho a la hermandad de Fulda porque Juan Ánglico, nacido Juana de Ingelheim, era una mujer.
Donna W. Cross, La papisa
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