viernes, 28 de febrero de 2014

Cuando la vi, me dio la impresión de que lo que tenía ante mí no era la Simona que había conocido, sino una versión más desgastada de ella. Había perdido peso, y en su semblante se apreciaban las marcas de la decepción y la resignación ante un presente injusto y que ella misma no había elegido. Ahora su ropa era de colores apagados, al contrario que antaño, y había dejado de preocuparse por el corte de pelo. Llevaba la melena castaña recogida en la nuca con un pañuelo escarlata que se ataba sobre la frente y dejaba escapar mechones salvajes de pelo sucio. 
La camiseta gris le quedaba holgada -cosa rara- en el tronco, y hacía juego con unos pantalones azules igual de gastados que, a mi parecer, no le quedaban nada bien.
Sus botas seguían siendo las mismas: parecía que las había birlado de la maleta de algún militar del ejército de mis difuntos padres. Eran negras, altas y de infinitos cordones, y las suelas tenían el grosor de una chuleta de buey.
Ella me miró, y por un momento pareció que sus ojos castaños recuperaban una chispa de luz, pero pronto volvieron a serenarse. No me gustó, esa no era ella.
-Has vuelto -dijo solamente. 
-Ya ves -le respondí.
Dejé entrever una sonrisa, pero ella no me correspondió. Empezaba a darme miedo.
-Después de cuatro años -su voz neutra parecía esconder mucho más de lo que decía físicamente.
-Parece mentira -le dije yo. No sabía a dónde iba a ir a parar aquella conversación, pero no presagiaba nada bueno.
Me dio la impresión de que sus ojos comenzaban a humedecerse, pero ella no hizo amago de limpiarse las lágrimas. Siguió mirándome con esas cuchillas que tenía por ojos mientras volvía a hablar:
-Creía que no ibas a volver nunca. Todos lo creían.
Así era mejor, pensé. Que los fanáticos comunistas que habían asesinado a la familia Imperial casi al completo me diesen por muerto o perdido era preferible a que siguiesen buscándome o aún conservasen esperanzas de que volviese y tuviesen apostados guardias en cada esquina del Imperio buscando a un muchacho con mi cara. Pensé todo esto, pero no se lo dije.

Pasé cuatro años esperando a que volviese. Dejé de contar el tiempo por días, porque agonizaba sólo de pensar cuánto podría tardar. Desde que lo vi partir en aquella caja de metal y lanzarse a lo desconocido, mi corazón no había latido sin dolor. Suena cursi decirlo, pero es lo que hay. Una muchacha enamorada vio partir a su amado -el cual, de hecho, no la correspondía-, cuya cabeza era pagada con creces en todo el Imperio, y lo único que pudo pensar fue en lo sola que se quedaría sin él. Hasta ahí llegaba el egoísmo humano. Pero no pude pensar otra cosa; me era imposible. 
Desde el principio tuve claro que su mundo no era el mío. Sin embargo, a veces me parecía como si nos hubiesen hecho con un mismo molde. Él era la única persona con la que me había sentido completamente agusto y en paz. Si se trataba de él, era capaz de dejar atrás todo lo que se me pidiese, de perdonar cualquier defecto, de superar cualquier miedo. La única persona en el mundo que me hacía sentir completamente adulta a la edad de dieciséis años se marchó un día con viento fresco, literalmente. Se montó en una nave que llevaba el doloroso nombre de su difunto padre y se fue con el que había sido el más prestigioso científico conocido en todo el Imperio Humano. Ese pájaro de metal se llevó en su vientre a dos personas admiradas: mi príncipe gris por mí, y el científico loco por toda la comunidad de sabios.
Y después de cuatro años, cuando el dolor se había convertido en una cosa habitual que ya no molestaba tanto como al principio, volví a ver esa libélula de plata brillar bajo el sol. La libélula que me había acostumbrado a dibujar en mis horas muertas, que pendía de su cuello y colgaba de una tira de cuero; la libélula que había volado con él, lejos, lo trajo de vuelta a romperme el corazón por segunda vez.
La vieja Simona se habría tirado a su cuello y se lo habría comido a besos, aún cuando siempre tuvo presentes esas barreras de intimiad que con él no quería sobrepasar. Sin embargo, la nueva Simona había vivido cuatro años como un parásito en un lugar que no era el suyo, bajo unos líderes políticos que la habían obligado a comprar su vida a cambio de su habilidad para traducir. La nueva Simona había llorado tanto en silencio que se había convertido en una reina oscura, y las únicas lágrimas que derraman estas reinas de la selva son de sangre.
Por tanto, me comporté como una perfecta imbécil y lo traté como si fuese la peor persona del mundo y todos mis males fuesen culpa suya. No me quise engañar ni lo haré nunca: era todo culpa mía. ¿A qué alma salvaje se le ocurre enamorarse de un emperador? Sin embargo, no me pude resistir. La libélula de plata que pendía de su cuello me había traído de vuelta su olor, y allí estaba él, demostrando que los sueños no son imposibles y que, si se pide mil y una veces que tu corazón regrese de dondequiera que estuviese, hay un mínimo de posibilidades de que vuelva.

Bruma, relato surgido de la nada.

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