Hay personas que nos enseñan a luchar. Con su simple mirada cargada de esperanza, a pesar de tenerlo todo perdido, nos demuestran que merece la pena levantarse tras cada tropiezo, limpiarse el polvo y echar a andar de nuevo. No diré que haya que hacer como si no hubiese sucedido nada, pues mentiría: uno de los grandes secretos de la vida consiste en guardar un buen recuerdo de cada caída para que la próxima sea menor o nos enseñe otra cosa que no supiéramos.
Estas personas saben ser felices. Mantienen sus corazones palpitando para cada buena sorpresa que pueda depararles la vida y no se rinden aunque el destino se cierna sobre ellos con su negro manto de melancolía que atrapa y no suelta. Saben echarse a reír cuando estaban empezando a llorar, saben bailar bajo la lluvia, saben disfrutar de la amargura del dolor como parte de sí mismos; saben hacer muchas cosas, pero hubo un momento en el que no supieron. Aprendieron a base de golpes, y a pesar de haber gastado casi toda sus energías en remendar corazones y enjugar lágrimas, siguen teniendo una pizca de fuerza para mostrar a su alrededor. Se lanzan al mundo con sus hatillos harapientos cargados de frágiles sueños resquebrajados y reciben a la suerte, no importa si buena o mala, como una vieja amiga. Y es que no se dejan destruir, por mucho que la vida insista en caer sobre ellos con todo su peso de dolor, desesperanza, soledad o agonía. Saben que tienen algo que hacer, y quieren conseguirlo.
No sólo ellos y ellas, sino todos los demás: tú, yo, cualquier otra persona que esté leyendo esto... Seguro que en todos los corazones queda, como mínimo, una gota de alegría esperando multiplicarse, cobrar fuerza y llevarse por delante cualquier signo de negrura que haya a nuestro alrededor.
Porque, como dice la canción...
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