En su escritorio, junto a todos los demás, reposaba el libro que tanto los había unido en un tiempo remoto, que casi parecía de otro mundo. Se trataba de un libro aparentemente como cualquier otro, de tapa dura y edición especial por el centenario de su publicación, que para muchos observadores o críticos literarios resultaba demasiado fantástico, irreal, inmaduro. Sin embargo, para ellos había sido una puerta hacia un espacio atemporal, un lugar donde el alma del artista que lo escribió en su día se había volcado, derramando un torrente de letras que formaban, en conjunto, una historia cazadora de almas mínimamente soñadoras que había tenido a bien cogerlos a ellos dos desprevenidos y juntarlos en mitad de una sociedad que se pudría por momentos. Resultaba demasiado increíble cómo un escritor, sin saberlo, había logrado acercar a dos personas casi completamente opuestas y hacer que sus miradas se cruzasen, que existiese la electricidad entre ellas y que la ciencia o los números matemáticos dejasen de tener sentido en las reacciones químicas producidas en el cuerpo humano. Aquéllo era distinto, nada tenía que ver con las corrientes nerviosas transmitidas de neurona en neurona ni con las hormonas del sistema endocrino que tanto quebradero de cabeza han reportado a los sabios y científicos a lo largo de la Historia. Gracias a este libro se había producido una brecha en el tiempo, dentro de la que habían caído dos almas hambrientas de conocimiento y libertad espiritual que se habían encontrado y, al tiempo que se atraían, no podían evitar repudiarse la una a la otra. Se atraían, se repudiaban; se odiaban y se amaban. Pero lo que no podían eludir era el hecho de que, juntas, viajaban a lugares inimaginados por el ser humano.
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