sábado, 22 de junio de 2013

Apareciste en la calle, como muchos otros desafortunados.

Aún recuerdo cuando eras esa enana saltarina que corría hacia mí con sus patitas de cabra montesa cada vez que se me ocurría aparecer por la terraza. Con tu morrito de princesa cazadora me bañabas en baba perruna y ladrabas de pura alegría con sólo reconocer mi olor. Agitabas tu cola de rata sin parar y, de haber tenido más pelo, estoy segura de que habrías barrido la casa entera.
Pero creciste, creciste mucho, y tu presencia se hizo insoportable para papá y mamá. A mí me dolían sus regañinas y sus comentarios hirientes sobre mi mala manera de hacer las cosas y mi marcada irresponsabilidad, pero ¿qué iba a hacer una niña de trece años contra dos adultos de cuarenta? ¿Gritar? ¿Golpear las paredes? ¿Pintar pancartas y colgarlas en la puerta de mi cuarto? Ninguna de esas cosas hubiera valido, por lo que me resignaba a llorar en silencio, a veces junto a ti y otras veces sola, esperando el día en el que todo se calmase.
Hacía planes que nadie conocía: crecer, aprobar una Selectividad que incluso ahora parece que me van a quitar, marcharme lejos a la Universidad y llevarte conmigo donde pudiéramos vivir tranquilas y sin nadie que nos molestase en nuestro pulcro desorden vital. 
Y es que siempre he sabido que somos tremendamente parecidas tú y yo: salvajes, indomables; lanzamos nuestro grito al cielo cada vez que algo a nuestro alrededor está mal o nos hace daño. No somos malas, pero los demás nos lo quieren hacer creer. Les molesta nuestra alegría, nuestra ansia de vivir libremente; por eso intentan reprimirnos.
Lo cierto es que eres la perra más salvaje que he visto en mi vida. Te llaman y sólo acudes cuando te conviene, te lanzan una pelota y vas a por ella pero no la devuelves, te atan a una correa y tiras como un demonio. Sin embargo, eso es lo que más me gusta de ti y más me identifica: tu individualismo.
Pero no eres agresiva ni lo has sido nunca. Al menos no conmigo, porque sabes que te quiero. Te limitas a hacer lo que te place y como te place, cosa en la que te pareces a mí irremediablemente.
Cuando papá me llamaba gorda, irresponsable o mentirosa y me humillaba por cualquier nimiedad, yo lloraba y tú venías a mi regazo a tumbarte. Te quedabas un rato ahí, sintiendo mi sangre fluir y escuchando mis sollozos, y yo te veía a ti calmada por primera vez, con los ojos cerrados y una paz que nunca había conocido en tu ser. Cuando por fin mi respiración volvía a la normalidad y dejaba de derramar lágrimas inútiles, te levantabas y te ibas, dejándome espacio para pensar y recuperarme. Y al cabo de unos minutos volvías a ser la de siempre, mordisqueándome los dedos juguetona y saltando para llamar mi atención.
Pero el hecho de que te mantuvieras conmigo cuando el resto del mundo me daba la espalda dice mucho de ti, pequeña amiga. ¿Cuántos humanos harían como tú? Creo que podría contarlos con los dedos de la mano.
Te alejaron de mí y cada vez te veo menos. Sé que algún día te marchitarás, perderás tu alegría vital y te convertirás en una cánida anciana y artrítica a la que le cueste moverse, mientras que yo estaré en la flor de mi vida, cumpliendo veinte años y haciendo tremendas locuras. Cuando eso suceda, no me voy a perdonar haberte dejado marchar con tanta facilidad, haber permitido que te llevaran donde no pudieras darme los buenos días cada mañana con tus ojos castaños chispeantes de felicidad.
¿Qué voy a hacer yo sin mi pequeña Bruma? Mi mundo dejará de ser el mismo sin ti, preciosa mía. Cuando una estrella se apaga en el cielo el mundo apenas lo nota, pero seguro que un observador atento amante del firmamento se entristece porque era ese astro el que portaba sus deseos. Supongo que lo mismo me sucederá a mí cuando tu llama interior se apague y cierres los ojos a este mundo en el que no todo el mundo te tuvo cariño, aunque yo, por lo menos, sí.
Cualquier cosa que diga se queda corta para lo grande que es tu corazón, ¿no crees, podenquita mala?

De parte de esta escritora de pacotilla
para la amiga más genial de mundo entero.

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