Del
cúmulo de pequeños detalles que conforman mis momentos felices, puedo decir que
lo más importante es mi forma de ser. Me gusta mi libertad, y no quiero parecer
egoísta al no poner en primer lugar a mi familia, mis amigos o mi pez de
colores, como habría hecho si me hubiesen mandado escribir esto en quinto de
primaria. Pero creo que llegamos a una edad en la que nuestra juventud se
rebela contra la sensación de vulnerabilidad y comienza la etapa de reinvindicar
nuestro espacio y de usar como coletilla “ya no soy un bebé, mamá”.
A veces
me siento atrapada por mi propio cuerpo, el de una niña de quince años a la que
le falta mucho por ver para poder considerarse una persona hecha y derecha
–“como Dios manda”, diría mi abuela-, y siento que hay un millón y medio de
sensaciones que tratan de escapar por mis poros y desbordan de lo pequeña que
soy aún. La emoción de viajar, de ver todos esos minúsculos rincones del mundo
que sólo he alcanzado a contemplar en fotografías o películas y que son pisados
cada día por otras personas que tienen
otras vidas y otros pensamientos; esto es importante para mí. La incertidumbre
ante qué seré algún día, qué podré estudiar; esto es un pequeño remolino dentro
de mi estómago que se agita y va cambiando de color según el pensamiento de
cada día: hoy pienso que quiero dedicarme a traducir, pero mañana seguramente
crea que es mejor estudiar la Historia; ayer mi Pepito Grillo me dijo que lo
que más me convenía era haber escogido un rumbo de ciencias. Ese remolino de
tonos verdosos y su Pepito Grillo pordiosero también son importantes para mí.
Por
supuesto, me importan los libros. ¿Qué sería yo sin ese montoncito de páginas
hiladas en mis manos cada noche? Las historias, aunque suene macabro, llegan a
ser el búnquer de mi propia Guerra Mundial. Crean una cúpula a mi alrededor que
hace que me olvide de cualquier cosa que suceda; cuando leo, sólo pienso en
acompañar a Bilbo Bolsón en su viaje con los trece Enanos y Gandalf el Gris, o
en cabalgar junto a la valiente Éowyn de Rohan disfrazada de hombre y con la
espada y el espíritu bien altos.
Si los
libros son mi búnquer, la música celta es mi anestesia para el dolor mortal.
Los dulces sonidos que se entremezclan unos con otros consiguen tejer una tela
en mi mente en la que me balanceo al suave ritmo de las notas. Así es como
abandono mis preocupaciones y me elevo tan alto que dejo los problemas abajo,
en la vulgar superficie terrestre: venciéndome al sueño de una música que
arrastra consigo todas las leyendas y los sueños, cumplidos o rotos, de una
cultura de la que se sabe menos de lo que se puede contar, un pueblo que vivió
en la tierra de los bárbaros y que para mí encierra misterios que tienen más magia
que las mejores películas de hoy.
Estas
son las cosas que más me importan tal y como el mundo me ha moldeado. Todas me
atañen sólo a mí, pero hay también ciertos detalles en mi vida que la hacen
única e irrepetible.
Detalles
como mi madre, esa mujer segura e independiente a la que cada día intento parecerme
en un fracasado intento de crecer más de la cuenta. Ella, con su mente bien
amueblada y sus objetivos claros, es un icono que no he encontrado aún en
ningún otro lugar. A veces hace la función de faro de Alejandría con este
experimento fallido de hija que tiene, y creo que es gracias a ella que soy
como soy y puedo sonreírme en un espejo.
Mi
hermano da a mi vida el punto de color que le faltaría de otro modo. Tiene casi
nueve años cumplidos y –la sinceridad es otra de mis características, no sé si
por virtud o por defecto- una mentalidad de cinco, pero eso lo hace aún mejor.
Si alguien tiene una imaginación prodigiosa en la familia, ése es él: pinta
cuadros abstractos, escribe con el mismo estilo que los libros que lee y de
mayor quiere ser como Michael Jackson. Mi hermano es, a fin de cuentas, una
pequeña máquina en forma de niño en cuarto de Primaria.
Por
supuesto, me importan mis gatos. La misteriosa Morgana y el simpático Gary,
hermanos biológicos, son los saltarines y preciosos oseznos de mi madre. Si
bien es cierto que cuando ella tuvo la genial idea de traer gatos a casa yo me
negué en redondo, ahora no me arrepiento en absoluto: yo soy la mamá tigresa y
ellos mis pequeños bebés de tigre. Aunque el papá se resista a aparecer, yo soy
feliz cuidando sola de mis gatitos.
También
me importan mis dos mejores amigas, dos perrazas cazadoras llamadas Bruma y
Nela que llevan dos y un año en el mundo, respectivamente. Viven en lo que en
su momento fue nuestra granja de cerdos y que hoy día ha perdido todo su
esplendor –transformándose en un jardín de árboles que a mí siempre se me han
antojado centenarios-, que se encuentra en pleno centro de las Norias de Daza.
Allí, pegadas al dúplex de mi abuela y a la vieja casa donde mi madre y sus
hermanas vivieron los mismos remolinos que yo hoy en día, mis dos pequeñas
lobas se dedican a ladrar y a vivir en su mundo perruno a la espera de que
llegue algún alma piadosa que les deje echarle las patas encima y babearle la
ropa.
Y es en
este lugar, la casa de mi abuela, donde me siento segura y a gusto con el mundo,
más que en ningún otro sitio. A ella asocio la seguridad que me proporciona mi
familia: cada vez que cruzo el umbral de la puerta vuelvo a sentirme esa cría
que tiraba piedras a los árboles imaginando que eran gigantes y que pedía su
chocolate caliente todas las navidades mientras se sentaba junto a la chimenea
e imaginaba que el fuego estaba hecho de agua. En familia me transformo en una
niña débil necesitada de protección, no sé si debido a que lo soy realmente o
simplemente por un trastorno de mis queridas señoras neuronas.
Me
importan mi abuela y sus charlas nocturnas sobre metafísica. Me importan mis
tres tías: la loca, la bohemia y la intelectual. Me importan mis primos: quiero
que sean felices y que consigan todo lo que quieren; sobre todo Pablo, porque
hay muchas maneras de luchar contra el cáncer, pero en ninguna de ellas entra
tirar la toalla. Creo que ya lo va entendiendo después de casi un año de
batalla.
Me
importan mis amigos: diría nombres, pero creo que la maestra se va a cansar de
leer tantas chorradas seguidas de una quinceañera con remolinos estomacales y
un Pepito Grillo en la cabeza. Lo que más me gusta de ellos es que son todos
diferentes entre sí y contrastan en la mayoría de aspectos de sus vidas. Son mi
pequeña manada, aunque yo soy una tigresa, y los tigres no podemos evitar ser
solitarios. Es nuestra naturaleza el ir vagando errantes entre las brumas de la
selva. Sin embargo, nunca está de más sentirse integrada dentro de un grupo de
personas que no te dan la espalda, que te cogerán si caes y a los que no les
importa dar a tus defectos un visto bueno de vez en cuando.
Y por
último, para deleite de la maestra, que estará ya deseando soltar el bendito
bolígrafo de las correcciones, me importa proteger. Tal y como suena: proteger.
Tengo mis momentos de vulnerabilidad en familia, como ya dije antes, pero
cuando se trata de mis amigos no puedo evitar ser la misma mamá tigresa que
soy con mis gatos. Supongo que por eso me dejó tan traspuesta descubrir que hay
personas que, en lugar de protegerlas yo, tengo la noción de que deben
protegerme ellas. Esto último tiene poco sentido, y ojalá pudiera explicarlo
mejor pero creo que no sé. Por eso lo dejo al aire, porque supongo que estoy
creciendo y las cosas importantes aparecen donde menos me lo espero.
Bruma,
trabajo para clase de Proyecto Integrado.
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