Cuando era pequeña soñaba parecerme a ese montón de princesas que veía cada día en la tele: deseaba tener los labios delicados de la Bella Durmiente (que se pinchó con una aguja por cegata), la piel pálida y suave de Blancanieves (que dedicó media vida a cuidar de siete tíos; ¡que se les iban a caer los huevos por hacerse la cama!), los pies perfectos y delicados de Cenicienta (que hacía de esclava a las tres urracas que tenía por familia política sin decir esta boca es mía), el buen carácter de la Bella que supo ver a través de la piel de la Bestia (¿para qué barajar la posibilidad de que esos dientes y esas uñas fueran para otra cosa que no era cortar el césped?), la entereza de la princesa que besó al sapo (muy seco no estaría, eso seguro, y si lo del príncipe llega a ser mentira hubiera quedado por gilipollas, la pobre), el cuerpo delgado y esbelto de la Sirenita (si es que vivir donde sólo puedes comer algas...), la fe de Rapunzel para esperar al príncipe (en una torre y aburrida como una ostra, que vaya pelazo echó la tía); ¡ay madre, cuántas cosas quería! Se supone que ese era el ejemplo que se nos daba a las niñas en aquel entonces.
Ahora respiro tranquila, porque sé que por muchos cánones que nos intenten meter en la cabeza, la tenemos a ella:
B.
No hay comentarios:
Publicar un comentario