Todavía
no alcanzo a entender cómo fui capaz de atravesar aquellos cuatro años sabiendo
que Mow estaba vivo. Los primeros meses pasaba la mayoría de las noches dando
vueltas por mi cama, acariciando a Julius y hablándole de todas las cosas que
no le podía contar a nadie más. Él clavaba en mí sus ojos verdes, relucientes
en la oscuridad, y me observaba con el brillo de inteligencia y comprensión que
nunca vislumbré en los ojos del dúo de raros.
Tras
pensarlo un tiempo, decidí no contar a nadie lo que había descubierto acerca
del Heredero, ni siquiera a mis padres. Sería ponerlo en peligro y, aunque mi
deseo más ferviente era que alguien lo buscara y lo trajese de vuelta –o ir yo
misma a su encuentro-, la lógica me decía que debía velar por su seguridad.
Pero algo en mí se desgarraba sólo de pensar cuánto podría tardar… si es que alguna
vez lo volvía a ver. Al fin y al cabo, ¿qué le quedaba aquí, en el Imperio?
Seguro que ni los cadáveres de sus padres, pues habrían sido quemados. Estaría
en algún otro lugar, haciendo una vida nueva; conocería a alguien especial que
calmase su dolor y le ayudase a sobrellevar la pena, tendría hijos, los vería
crecer y sería un hombre nuevo. La libélula de plata encontraría un nuevo cielo
en el que volar. Y la mosca de piedra no podría seguirla ya, por mucho que le
doliese.
Bruma, relato surgido de la nada.
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