Lo peor de los viajes es, para mí, el trayecto de regreso al hogar.
Cuando sales de tu tierra para adentrarte en los secretos de otra desconocida, dejas atrás tu corazón, tus orígenes, casi todo aquello que te importa y que quieres, para sustituirlo durante un determinado período de tiempo por otras nuevas sensaciones, olores, sonidos, colores, vistas. Te dejas llevar, te impregnas de la esencia de ese lugar que antaño desconocías y que ahora te parece tan real y tan vívido que lo tocas con tus propias manos, porque estás ahí, dentro del escenario, siendo protagonista de tu propia obra maestra.
Pisas unas piedras sobre las que han caminado otros tantos billones de personas, y te preguntas cuántas historias serían capaces de relatar esas rocas, esa tierra, esa naturaleza que tantos rostros han visto pasar en su espera impasible del fin que a todos nos debe llegar.
Y entonces, cuando ya te sentías parte de ese escenario en el cual se representaba una pieza en lengua extranjera, toca regresar a la tierra natal. Y no se trata de un regreso instantáneo, de un abrir y cerrar los ojos tras el cual te encuentras de vuelta aspirando el olor familiar del sol de verano, sino que debes recorrer el trayecto a su debido tiempo, desandando poco a poco el largo camino andado para llegar hasta ahí. Es en ese trayecto cuando se te va despegando ese olor que de forma casi natural habías adquirido en tu papel de viajer@, pero ya no puede ser sustituido por el de tu propia tierra hasta que no se te pase ese aire de extranjería que te deja el corazón tan extraño y dolorido durante quién sabe cuánto tiempo.
Bruma.
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