Al principio necesitas algo, no sabes qué, y lo buscas desesperadamente hasta que crees hallar, en cualquier lugar, el estereotipo de perfección humana. Comienzas a soñar, a formar castillos en el aire dentro de los cuales se encuentra tu paraíso propio, colmado de felicidad y pleno de deseos cumplidos.
Sin embargo, cuanto más vuelan tus sueños, más bajo caes después. El golpe duele a rabiar, y lloras, y pataleas, y gritas, y te preguntas por qué, qué hiciste mal, qué falló en esos preciosos esquemas con florituras y trazos de tinta rosa en los que resumías tu vida para los restos de los restos.
A esa caída sigue un período de caminar a ciegas por el fango. Te revuelcas en tu propio dolor y tanteas la oscuridad, a ver si deja de ser tan opaca. No consigues nada... ¿o sí?
Con un poco de suerte, encontrarás un clavo ardiendo al que asirte, que luego se irá enfriando y dejará de doler, aunque te quede la quemadura. Comenzarás a escalar, y de ese clavo pasarás al siguiente, y al que irá después; así hasta que salgas de la sima al fondo de la cual os encontráis tú y tus sueños rotos.
Esa escalada cada vez será más fácil: clavos cada vez más grandes que se convertirán en verdaderos escalones, recovecos en los que refugiarse de la lluvia que acabarán siendo verdaderas habitaciones; infinidad de detalles que irán mejorándose conforme subes hasta que, de pronto, alcances la cima.
Y te encontrarás fuera del barranco. Serás libre. Y verás que hay muchas otras posibilidades por las que apostar, porque aunque ese barranco con esas habitaciones -e incluso ese fango- sea familiar... nunca prometiste que lo darías todo por una causa que desde el principio estaba perdida.
B.
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