Una libélula de plata voló, dulce, hasta mi mano, y allí se posó. Yo la contemplé extasiada, con el convencimiento de que en el brillo de sus alas de seda podría resumirse todo el secreto del universo.
La libélula revoloteó a mi alrededor, caprichosa, jugando a acercarse a mi pelo pero siempre guardando una distancia prudencial para cuidar su delicado cuerpecillo.
Pero un día la libélula se marchó. La lluvia trajo consigo el agua, y el agua y la oscuridad no le gustaron a mi libélula plateada. Elevó sus preciosas alitas hacia el sol, hacia un clima mejor, y me dejó en el mismo lugar en el que antes había posado mis ojos sobre ella.
Así pasó el tiempo... y un día la libélula regresó. Pero yo ya no era la misma. Me había acostumbrado a la fealdad del mundo, y la belleza sutil de mi pequeña libélula de plata no tenía cabida en mis endurecidos ojos. El amor que antes me había llenado el corazón estaba ahora seco, mustio; las lágrimas que derramé al ver a mi libélula se congelaron al resbalar por mis mejillas.
Bruma.
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