domingo, 30 de septiembre de 2012

Para tener una mirada amable, busca con ella el lado bueno de las cosas.

Hay personas que te hacen disfrutar de su compañía con tan sólo mirarte a los ojos. Ves en sus pupilas reflejada una existencia en la que el elemento predominante no es otro que la alegría; esas ganas de vivir y hacer amar la vida a los demás que están a prueba de balas. Su fe de acero, incondicional e inquebrantable, desprende una calidez que todos necesitamos sentir. Una mirada proveniente de los ojos de cualquier persona que encuentres por la calle puede cambiar tu día para lo que queda de él. Si te topas con alguna de estas miradas amables, guárdala en un huequito de tu corazón, pues se trata de un hermoso tesoro. Púlela y abrillántala, para que no se vaya corrompiendo con el paso de los años hasta, algún triste día, desaparecer bajo el manto oscuro de la desesperanza.
Creo que el mejor regalo que me han podido hacer es una de estas miradas puras como el cristal.
¿Y tú? ¿Has tenido alguna vez el placer de recibir un regalo como éste?
Si es así, me alegro por ti de todo corazón. Si no... no pierdas la esperanza. Todo llega.
Mi vida se divide en dos mitades: antes y después de la ceguera de Luis. Que una parte abarque diecinueve años y la otra cinco meses no cambia nada. Sé que se trata de una frontera, que la he cruzado y que nada volverá a ser como antes. No soy el padre Flanagan tratando de hacer entrar en vereda a Mickey Rooney en La ciudad de los muchachos. Lo mío es bastante más complejo; pero si no es una vocación se lo parece. No, no creo estar interpretando una película, querida mamaíta, y mi pasión por el cine no te autoriza siquiera a insinuarlo. Maggie Smith ganó un Óscar con una soberbia bofetada en Los mejores años de Miss Brodie, pero, claro, aunque seas absolutamente impertinente, tú eres mi madre. Es impensable, pues. Y, por favor, no me mires con esos ojos de me-das-lástima-pequeña-pero-qué-sabrás-tú, porque los años que me llevas no confieren sabiduría por sí solos, como salta a la vista, y en cuanto a darte pena eso se arregla con media docena de pañuelos (¡qué bendición de Dios una madre que no llore!, pero mulierem forten quis inveniet?, que si no recuerdo mal dice la Biblia). Soy mayorcita, sí, y por eso mismo sé bien lo que me hago, aunque tú no lo creas. Y de clausura, nada. En primer lugar, ¿no eras tú quien me hablaba por activa y por pasiva de ser mujer de su casa? Y, en segundo, en la "celda" de Luis estamos sólo con el cuerpo, porque te asombrarías de saber a qué mundos nos lanzamos. No, mamá, permite que me adelante a tus sospechas (porque lo son, no pretendas negarlo), cuando digo cuerpos... Ah, claro, no quieres que siga, ya comprendo; pero mira por dónde, tenemos cuerpo, es un hecho, y un cuerpo que madura, ¿comprendes?, porque los padres como tú querrían por hijos a unos seres asexuados, como los muñecos. Todos Peter Pan negándose a crecer. No, no son tonterías lo que digo, y si te marea tanta divagación, lo lamento, pero es inevitable (¿nunca te has parado a pensar en el absurdo de que los muñecos que se dan a las niñas carezcan de sexo definido o lo obtengan solamente de la ropa que visten?, ¿a quién se trata de engañar?). Soy hija, eso es verdad, pero no desnaturalizada, sino todo lo contrario, naturalísima y sincera. Pues si te escandalizo, empieza por no sacar el tema. ¿Que no? Bueno, lo tuyo es insinuarlo, eso es muy cierto, sólo que yo soy amiga de llevar las cosas a sus últimas consecuencias. No desorbito nada; más bien diría lo contrario, que eres tú quien lo saca todo de quicio (¿pues si sabes que es imposible discutir conmigo, por qué lo haces?), al fin y al cabo yo preguntaría, ¿quién incordia a quién? Ya sé que eres mi madre (bastante desgracia tengo, pero, no temas, que esto no lo diré) y que me pariste con dolor, me criaste con lágrimas y que harías cualquier cosa por mí. No, si no lo pongo en duda; darías la vida, lo sé; pero no harás lo único que quiero que es que te calles. Figúrate qué fácil (¡si supieras cómo odio que me vengas a hablar con todos los rulos puestos!, pero me callo, no te digo nada, no protesto). No, no sube él porque aquí está toda la tropa. Sí, tengo mi cuartito, ya lo sé, pero ¿qué quieres?, es como si me hubierais puesto una puerta giratoria, ahora uno, ahora otro. Habría que oírte si cerrara por dentro, mamá, que te conozco. Mira, no te mezcles, ¿de acuerdo? En efecto, lo de tía Nieves vamos a dejarlo a un lado. Es un conflicto entre ella y yo. ¿Qué te afecta? (de sobra sé que sois cómplices, que vais de la mano en esto, no me vengas a mí con esa bronca). Pues a la abuela no parece disgustarle y la abuela siempre fue como la brújula de toda esta familia. Ah, no; no voy a permitir que juegues sucio. ¿Así que de la noche a la mañana la abuela es víctima de la sensibilidad? ¿Qué te parece si subo y se lo digo? (pero qué tonta eres, ¿tan mal me conoces?, descuida, no lo haré). Es la mujer más lúcida del universo y tú lo sabes igual que yo. ¿Crees que no me doy cuenta de cómo enmudecéis todos ante ella? Y no será porque os infunda miedo, ya que es tan inofensiva como fuerte. ¿Que vamos a dejarlo? Por supuesto, ¡mamá, si no deseo otra cosa! (no has llorado esta vez y eso te lo agradezco, ya ves tú).

Una noche, un puñal, José Luis Martín Vigil.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Desde los míticos sucesos del campus de Berkeley, o los ya literarios del quartier latin, París/68, oleadas sucesivas de adolescentes hemos ido llegando a la universidad y dando nuestro gritito, izando nuestra pancarta, corrido ante nuestros guardias. Punto y aparte. Entonces yo pregunto, ¿dónde están nuestros mayores?, porque pronto serán los hijos de aquellos pioneros quienes griten, ondeen o galopen por el green, y ¿qué ha cambiado? Las nuevas oleadas no engrosan el ejército de la revolución, porque las viejas han ido desertando tiempo ha, se han integrado, han sido digeridas; de donde se deduce que el movimiento estudiantil es eso, estudiantil únicamente, y por lo tanto sólo un lujo que la sociedad burguesa nos permite por un tiempo. ¿Y quién es la sociedad? De aquí infiero que el estudiante es gilipollas, porque la sociedad somos nosotros mismos con unos años más, salvo excepciones.


Una noche, un puñal, José Luis Martín Vigil.

jueves, 27 de septiembre de 2012

A lo mejor no te conozco, pero igualmente sé lo que te hace falta. No necesito saber quién eres ni cómo eres para saber lo que necesitas. Y es que en esta vida hay muchas cosas que nos vendrían bien, pero sólo hay un aprendizaje que vale para todo.
Tú necesitas aprender a volar.
Y aprender a volar significa amar al viento.
http://www.youtube.com/watch?v=v5kUpcfgm30
Yo aprendí, y ahora soy libre. ¿Por qué no aprendes tú también?
Que no, mamá, que no me contradigo. (Pero, ¿qué sabrás tú?, ¡habráse visto valor!). Ya lo sé que está de tu parte la experiencia (pues no faltaba más), como que te has pasado la vida cuidando ciegos. No, lo mío no es descaro; una pizca de sarcasmo, si acaso, y porque tú me das pie. De acuerdo, guapa, no nos peleemos (eres tú quien me busca las vueltas, eso debías reconocerlo), pero entonces no pretendas teledirigirme. Reconoce que no hay modo; nuestros voltajes son distintos y no digamos nuestras longitudes de onda respectivas. Jamás he dicho que seas subnormal (normalita es lo que eres y raspando, raspando), eres injusta con tu hija. Concedido que mis hermanos son distintos, ¿lo ves?, ¡si estoy dispuesta a darte la razón en casi todo! ¿Ese casi? ¡Hombre, no querrás... ! (te crees infalible, por lo visto). ¿Que a los padres hay que darles la razón aunque no la tengan? No me digas que es tu tesis porque me muero de risa. No, no compares, por favor; tú a la abuela, claro, lo comprendo; pero no es lo mismo; tu madre fue una superclase, no me extraña en absoluto, así que no extrapoles. No, mamá, no empleo palabras pretendidamente cultas, no intento ser pedante (¿pero qué culpa tengo yo de que tu vocabulario sea tan pobre?). Conforme, volvamos al principio. A Luis no lo entendéis. No, no creo que sea más lista que vosotros (¿lo ves cómo eres tú, querida, quien sale por la tangente?), es sólo el factor generacional, así de sencillo. Estás equivocada, yo no soy pretenciosa, eso es un hecho. Sí, con mucho gusto te lo explico, ¿por qué no? Tal como están las cosas, hoy en día, el hecho de ser joven une más que cualquier otro factor, clase social, lazos de sangre o pertenecer al mismo sexo. Hay más solidaridad entre los jóvenes entre sí, que de éstos con sus mayores, entérate, mujer. ¿Has dicho promiscuidad? Dime a qué te refieres, por favor (te va a costar trabajo explicar a tu hija todo lo que estás insinuando, aunque te entiendo, ¡maldita sea!). De manera que ahora somos hombre y mujer, no primos meramente, no ese par de criaturas; pero ¿se puede saber en qué quedamos? Además te contradices, ¿no eres capaz de darte cuenta? Si en tu opinión yo trato a Luis como si fuera un estropajo, si soy mandona, intemperante, maleducada y áspera, ¿de dónde sacas que le miro como a un hombre? ¡Promiscuidad! No lo dirás por... No, no seguiré, no te preocupes, pero tú olvídalo, ¿estamos? Y ahora déjame. Necesito descansar.


Una noche, un puñal, José Luis Martín Vigil.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Lyra apoyó las manos en el lustroso pelo de su daimonion. En ese momento oyó cantar a un ruiseñor en un rincón del jardín y notó que la brisa agitaba su pelo y las hojas de los árboles. Todas las campanas de la ciudad tañían simultáneamente: una más abajo, otra junto a ellos, otra más alejada, una agrietada y arisca, otra grave y sonora, pero todas, con sus distintas voces, se habían puesto de acuerdo en la hora que era, aunque algunas la señalaran con más parsimonia. En aquel otro Oxford donde Will y ella se habían besado en el momento de despedirse también tañían las campanas, cantaba un ruiseñor y la brisa agitaba las hojas del Jardín Botánico.
-¿Y luego qué? -preguntó su daimonion con voz somnolienta-. ¿Qué es lo que debemos construir?
-La república del cielo -respondió Lyra.



La Materia Oscura III: el Catalejo Lacado, Philip Pullman.

martes, 25 de septiembre de 2012

El pequeño retazo de conciencia que constituía Lee Scoresby flotó hacia arriba, elevándose sobre el bosquecillo, dejando atrás a los atónitos espantos, sobre el valle, sobre la imponente forma de su viejo compañero el oso acorazado, al igual que había hecho en tantas ocasiones su espectacular globo. Indiferente a las bengalas y a los cañonazos, sordo a las explosiones, las exclamaciones y los gritos de ira, amenaza y dolor, consciente sólo de su movimiento ascendente, lo último que quedaba de Lee Scoresby atravesó las espesas nubes y salió al encuentro de las rutilantes estrellas, donde le esperaban los átomos de Hester, su amada daimonion hembra.



La Materia Oscura III: el Catalejo Lacado, Philip Pullman.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Lyra pasó a través de la abertura, pero Will se detuvo unos instantes para mirar al fantasma de su padre a los ojos, que relucían en la sombra. Tenía que decirle algo antes de separarse de él.
-Dijiste que yo era un guerrero -le dijo-. Me dijiste que ésa era mi naturaleza, y que debía aceptarlo. Estabas equivocado, padre. Peleé porque no tuve más remedio. No puedo elegir mi naturaleza, pero puedo elegir lo que quiero hacer. Y a partir de ahora lo haré, porque soy libre.
La sonrisa de su padre rebosaba orgullo y ternura.
-Te felicito, hijo mío.


La Materia Oscura III: el Catalejo Lacado, Philip Pullman.

domingo, 23 de septiembre de 2012

-Por favor, escúchenme primero. Puedo serles útil. He estado más cerca del centro de poder del Magisterio que nadie de los que ustedes conocen. Sé cómo piensan y puedo prever lo que van a hacer. ¿Se preguntan quizá por qué deberían fiarse de mí, por qué abandoné a los otros? Es muy sencillo: van a matar a mi hija. No se atreven a dejarla vivir. En cuanto descubrí quién era... qué es... lo que las brujas profetizaron sobre ella... comprendí que debía abandonar la Iglesia. Comprendí que yo era su enemiga, y ellos mis enemigos. No sabía qué eran ustedes ni qué representaba yo para ustedes. Eso era un misterio. Pero sabía que tenía que situarme en contra de la Iglesia, de todo cuanto ellos creen, y en caso necesario, de la misma Autoridad. Yo...
La señora Coulter se detuvo. Los comandantes la escuchaban con atención. Luego miró a Lord Asriel a la cara y siguió hablando como si se dirigiera tan sólo a él, con voz grave y apasionada y los ojos relucientes.
-He sido la peor madre del mundo. Dejé que me arrebataran a mi hija cuando era un bebé, porque no me interesaba. Sólo me importaba mi carrera. No pensé en ella durante años, y cuando lo hacía era para lamentar la vergüenza que supuso para mí su nacimiento.
>>Pero luego la Iglesia comenzó a interesarse por el Polvo y los niños, y en mi corazón se produjo un cambio: recordé que era madre y que Lyra era... ¡mi hija!
>>Y puesto que estaba amenazada, evité que le hicieran daño. En tres ocasiones intervine para salvarla de un peligro. La primera fue cuando el Comité de Oblación inició su tarea: fui al Colegio Jordan y me la llevé a vivir conmigo a Londres, donde estaba a salvo del Comité... al menos eso creí. Pero ella se escapó.
>>La segunda vez fue en Bolvangar, cuando la hallé justo a tiempo, bajo la... la hoja de... ¡Por poco se me para el corazón! Era lo que hacían... lo que hacíamos... Lo que yo misma había hecho a otros niños, pero Lyra era mi hija. ¡No pueden imaginar el horror que experimenté en aquel momento! Espero que nunca tengan que sufrir lo que yo sufrí entonces... Pero conseguí salvarla. La saqué de allí. La salvé por segunda vez.
>>No obstante, seguía considerándome partícipe de la Iglesia, su leal y devota servidora, porque llevaba a cabo la obra de la Autoridad.
>>Entonces me enteré de la profecía de las brujas. Lyra será tentada, como lo fue Eva. Eso es lo que dicen. Ignoro en qué consistirá esa tentación, pero la niña está creciendo y no es difícil imaginarlo. Y ahora que la Iglesia también lo sabe, la matarán. Si todo depende de ella, ¿cómo van a dejar que viva? ¿Cómo van a arriesgarse a que Lyra resista a esa tentación, sea la que sea?
>>No, están obligados a matarla. Si pudieran, regresarían al Jardín del Edén y matarían a Eva antes de que sucumbiera a la tentación. Matar no es difícil para ellos; el mismo Calvino ordenó la matanza de niños. La matarían con gran pompa y ceremonia y plegarias y lamentaciones y salmos e himnos, pero la matarían. Si Lyra cae en manos de ellos, podemos considerarla muerta.
>>Por eso cuando me enteré de lo que había dicho la bruja, salvé a mi hija por tercera vez. La llevé a un lugar seguro, y pensaba permanecer allí con ella.


La Materia Oscura III: el Catalejo Lacado, Philip Pullman.

jueves, 20 de septiembre de 2012

La señora Coulter no se instaló en su silla, sino que se sentó junto a Will en las rocas cubiertas de musgo a la entrada de la cueva. Hablaba con voz tan dulce y sus ojos mostraban una sabiduría y una tristeza tan profundas, que Will sintió más desconfianza aún. Intuía que cada palabra que pronunciaba aquella mujer era mentira, que cada gesto ocultaba una amenaza y cada sonrisa enmascaraba una intención engañosa. Bueno, pues él también la engañaría, le haría creer que era totalmente inofensivo. Will había logrado engañar a todos sus maestros, a todos los agentes de policía, a todos los asistentes sociales y a todos los vecinos que habían mostrado interés en él y en su hogar; se diría que había estado preparándose toda su vida para este momento.
"A mí no me la das con queso", se dijo.



La Materia Oscura III: el Catalejo Lacado, Philip Pullman.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

El niño salió de la oscuridad, esperanzado y temeroso al mismo tiempo, murmurando sin cesar:
-Lyra... Lyra... Lyra...
A su espalda había otras figuras, aún más imprecisas y silenciosas que él. Parecían formar parte del mismo grupo y de la misma raza, pero sus rostros no eran visibles ni se oían sus voces. La voz del niño era un mero murmullo, y su rostro estaba en sombras y borroso, como un recuerdo casi olvidado.
-Lyra... Lyra...
¿Dónde se encontraba?
En una inmensa planicie donde no brillaba luz alguna proveniente del cielo gris plomizo, y donde una espesa bruma ocultaba el horizonte por todos los costados. El suelo era de tierra, aplastada por la presión de millones de pies, aunque esos pies pesaran menos que plumas. De modo que debía de ser el tiempo el que había comprimido la tierra, pero el tiempo permanecía inmóvil en ese lugar. Así eran las cosas. Ése era el fin de todos los lugares y el último de todos los mundos.
-Lyra...
¿Por qué se encontraba allí?
Estaban apresados. Alguien había cometido un crimen, aunque nadie sabía qué era, quién lo había cometido ni qué autoridad había juzgado a los culpables.
¿Por qué pronunciaba el niño continuamente el nombre de Lyra?
Porque no había perdido la esperanza.
¿Quiénes eran?
Fantasmas.
Y Lyra no podía tocarlos, por más que lo intentara. Sus manos se agitaban desordenadas, incesantemente, mientras el niño seguía invocando su nombre.
-Roger -dijo Lyra, pero su voz apenas era un murmullo-. Oh, Roger, ¿dónde estás? ¿Qué lugar es éste?
-Es el mundo de los muertos -respondió él-. No sé qué hacer, no sé si voy a quedarme aquí para siempre, no sé si he cometido una mala acción o qué, porque he tratado de ser bueno, pero lo odio, tengo miedo, lo odio...
Y Lyra dijo:
-Yo... conseguiré sacarte de aquí, Roger, te lo prometo. Will no tardará en venir, estoy segura.
Él no lo comprendía. Extendió sus pálidas manos y meneó la cabeza.
-No entiendo nada, pero sé que él no vendrá -replicó-, y aunque viniera no me reconocería.
-Vendrá a rescatarme -insistió ella-. Will y yo... ¡No sé cómo, Roger, pero te juro que te ayudaremos! No olvides que hay otros seres de nuestra parte. Contamos con Serafina y Iorek, y te aseguro que vendrán, en serio.
-Pero, ¿dónde estás, Lyra?
Ella no podía responder a aquella pregunta.
-Creo que estoy soñando, Roger -fue cuanto atinó a decir.
Ella vio detrás del niño más fantasmas, docenas, centenas de fantasmas, que los observaban sin perderles ni una palabra.
-¿Y esa mujer? -preguntó Roger-. Espero que no haya muerto. Espero que se mantenga con vida durante tanto tiempo como sesa posible. Porque si aparece por aquí, no habrá lugar donde ocultarnos, se apoderará de nosotros para siempre. Es lo único bueno que tiene el hecho de estar muerto: que ella no lo está. Aunque ya sé que un día morirá...
Lyra lo miró alarmada.
-Creo que estoy soñando, y no sé dónde está esa mujer -dijo Lyra-. Está cerca, y no puedo despertarme, no la veo... Creo que está cerca... me ha hecho daño...
-¡No temas, Lyra! Si tú también tienes miedo, me volveré loco...
Ambos intentaron abrazarse con fuerza, peor sus brazos sólo estrecharon el aire. Lyra trató de expresar lo que pretendía decir:
-Lo único que deseo es despertarme... Tengo miedo de quedarme dormida para siempre y morirme. ¡Quiero despertar! ¡Quiero estar viva y despierta aunque sólo sea una hora! No sé si esto es real o no, ni siquiera... Pero yo te ayudaré, Roger. ¡Te lo juro!
-Pero si estás soñando, Lyra, cuando despiertes quizá no lo creas. Eso es lo que me ocurriría a mí, creería que se trataba de un sueño.
-¡No! -protestó Lyra, furiosa, y descargó una patada en el suelo con tal violencia que el pie le dolió aunque estaba dormido.
-Tú no crees que yo haría eso, Roger, así que no lo digas. Conseguiré despertarme, y no lo olvidaré, te lo aseguro.
Lyra miró alrededor, pero sólo vio unos ojos desmesuradamente abiertos y unos rostros angustiados, pálidos, morenos, viejos, jóvenes, todos los muertos que se agolpaban allí, en silencio y consternados.
El rostro de Roger mostraba una expresión distinta, confiada.
-¿Por qué tienes esa cara? -preguntó Lyra-. ¿Por qué no estás angustiado como ellos? ¿Por qué no has perdido la esperanza?
-Porque tú eres Lyra.
De pronto la niña recordó lo que significaba. Se sintió mareada, incluso en sueños; tenía la sensación de llevar un pesado fardo sobre sus hombros. Y para acabar de complicar las cosas, notó que volvía a sumirse en un profundo sueño y que el rostro de Roger se desvanecía en la sombra.
-Bueno, yo... sé que hay mucha gente de nuestro lado, como la doctora Malone... Roger, ¿sabías que existe otro Oxford como el nuestro? Yo... la encontré en... Ella nos habría ayudado... Pero en realidad sólo existe una persona que...
Le resultaba casi imposible ver al niño, y sus pensamientos divagaban y se alejaban como ovejas por un prado.
-Pero podemos fiarnos de él, Roger -añadió Lyra con un último esfuerzo-, porque es Will.


La Materia Oscura III: el Catalejo Lacado, Philip Pullman.

martes, 18 de septiembre de 2012

Felicidad.

Felicidad, que surges de mil maneras distintas y en muchos puntos de mi ser, calándome hasta la médula y, dures lo que dures, dejas siempre una huella imborrable que no puedo contemplar cuando el llanto empaña mis ojos.
Felicidad, que no tienes definición exacta, pues en cada uno de mis cercanos te presentas como quieres: un cosquilleo en el estómago, un leve rubor en las mejillas, un suave aceleramiento de los latidos cardíacos, una sincera sonrisa cargada de brackets, alguna cálida mirada que atraviesa unas gafas... Haces acto de presencia siempre que el ser humano te lo permite.
Felicidad, placer del alma por excelencia, hemos de tenerte siempre presente. Lo mismo da la forma en que te muestres, el lugar del que procedas o el momento en el que nazcas.
Felicidad, cordial regalo del destino, eres para mí la más sutil e importante de las emociones... pues conllevas que quien te sienta conviva bien con todas las demás.
Gracias, felicidad.


-Queda un hombre -musitó Hester-. Se dirige al zepelín.
Lee divisó la borrosa figura de un soldado de la Guardia Imperial que huía del escenario de la derrota de su compañía.
-No puedo dispararle por la espalda -arguyó Lee.
-Pero es una lástima morir sin disparar la última bala.


La Materia Oscura II: la Daga, Philip Pullman.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Conclusión.

Así concluyó este viaje bajo los mares. Imposible me es decir lo que ocurrió aquella noche, cómo el bote pudo escapar al formidable torbellino del Maelström, cómo Ned Land, Conseil y yo salimos del abismo. Cuando volví en mí, me hallé acostado en la cabaña de un pescador de las Islas Lofoden. Mis dos compañeros, sanos y salvos, estaban junto a mí y me estrechaban las manos. Efusivamente, nos abrazamos.
En estos momentos no podemos todavía regresar a Francia. Son raros los medios de comunicación entre el Norte y el Sur de Noruega. Me veo, pues, forzado a esperar el paso del vapor que asegura el servicio bimensual del cabo Norte.
Es, pues, aquí, en medio de estas buenas gentes que nos han recogido, donde reviso el relato de estas aventuras. Es exacto. Ni un solo hecho ha sido omitido, ni un detalle ha sido exagerado. Es la fiel narración de esta inverosímil expedición bajo un elemento inaccesible al hombre, y cuyas rutas hará libres algún día el progreso.
¿Se me creerá? No lo sé. Poco importa, después de todo. Lo que yo puedo afirmar ahora es mi derecho a hablar de estos mares bajo los que, en menos de diez meses, he recorrido veinte mil leguas; de esta vuelta al mundo submarino que me ha revelado tantas maravillas a través del Pacífico, del Índico, del mar Rojo, del Mediterráneo, del Atlántico y de los mares australes y boreales.
¿Qué habrá sido del Nautilus? ¿Resistió al abrazo del Maesltröm? ¿Vivirá todavía el capitán Nemo? ¿Proseguirá bajo el océano sus terribles represalias o les puso fin con esa última hecatombe? ¿Nos restituirán las olas algún día ese manuscrito que encierra la historia de su vida? ¿Conoceré, al fin, el nombre de este hombre? ¿Nos dirá el buque desaparecido, por su nacionalidad, cuál es la nacionalidad del capitán Nemo?
Yo lo espero. Espero también que su potente aparato haya vencido al mar en su más terrible abismo, que el Nautilus haya sobrevivido allí donde tantos navíos han perecido. Si así es, el capitán Nemo habita todavía el océano, su patria adoptiva, ¡ojalá pueda el odio apaciguarse en su feroz corazón! ¡Qué la contemplación de tantas maravillas apague en él el espíritu de venganza! ¡Que el justiciero se borre en él y que el sabio continúe la pacífica exploración de los mares! Si su destino es extraño, es también sublime. ¿No lo he comprendido yo mismo? ¿No he vivido yo diez meses esa existencia extranatural? Por ello, a la pregunta formulada hace seis mil años por el Eclesiastés: "¿Quién ha podido jamás sondear las profundidades del abismo?", dos hombres entre todos los hombres tienen el derecho de responder ahora. El capitán Nemo y yo.


Veinte mil leguas de viaje submarino, Jules Verne.

domingo, 16 de septiembre de 2012

La velocidad del Nautilus aumentó sensiblemente hasta hacer vibrar toda su armazón. Era el indicio de que estaba tomando impulso.
El choque me arrancó un grito. Fue un choque relativamente débil, pero que me hizo sentir la fuerza penetrante del espolón de acero, al oír los estridentes chasquidos. Lanzado por su potencia de propulsión, el Nautilus atravesaba la masa del buque como la aguja pasa a través de la tela.
No pude soportarlo. Enloquecido, fuera de mí, salí de mi camarote y me precipité al salón. Allí estaba el capitán Nemo. Mudo, sombrío, implacable, miraba por el tragaluz de babor.
Una masa enorme zozobraba bajo el agua. Para no perderse el espectáculo de su agonía, el Nautilus descendía con ella al abismo. A unos diez metros de mí vi el casco entreabierto por el que se introducía el agua fragorosamente, y la doble línea de los cañones y los empalletados. El puente estaba lleno de sombras oscuras que se agitaban. El agua subía y los desgraciados se lanzaban a los obenques, se agarraban a los mástiles, se retorcían en el agua. Era un hormiguero humano sorprendido por la invasión del mar.
Paralizado, atenazado por la angustia, los cabellos erizados, los ojos desmesuradamente abiertos, la respiración contenida, sin aliento y sin voz, yo miraba también aquello pegado al cristal por una irresistible atracción.
El enorme buque se hundía lentamente, mientras el Nautilus le seguía espiando su caída. De repente se produjo una explosión. El aire comprimido hizo volar los puentes del barco como si el fuego se hubiera declarado en las bodegas. El empuje del agua fue tal que desvió al Nautilus. Entonces el desafortunado navío se hundió con mayor rapidez, y aparecieron ante nuestros ojos sus cofas, cargadas de víctimas, luego sus barras también con racimos de hombres y, por último, la punta del palo mayor. Luego, la oscura masa desapareció, y con ella su tripulación de cadáveres en medio de un formidable remolino.
Me volví hacia el capitán Nemo. Aquel terrible justiciero, verdadero arcángel del odio, continuaba mirando. Cuando todo hubo terminado, el capitán Nemo se dirigió a la puerta de su camarote, la abrió y entró, seguido por mi mirada. En la pared del fondo, debajo de los retratos de sus héroes, vi el de una mujer joven y los de dos niños pequeños. El capitán Nemo los miró durante algunos instantes, les tendió los brazos y, arrodillándose, prorrumpió en sollozos.


Veinte mil leguas de viaje submarino, Jules Verne.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Y en mi opinión, y por todas las razones precedentemente expuestas, ese animal pertenecía a la rama de los vertebrados, a la clase de los mamíferos, al grupo de los pisciformes, y, finalmente, al orden de los cetáceos. En cuanto a la familia en la que se inscribiera, ballena, cachalote o delfín, en cuanto al género del que formara parte, en cuanto a la especie a que hubiera que adscribirle, era una cuestión a elucidar posteriormente. Para resolverla había que disecar a ese monstruo desconocido; para disecarlo, necesario era apoderarse de él; para apoderarse de él, había que arponearlo (lo que competía a Ned Land); para arponearlo, había que verlo (lo que correspondía a la tripulación), y para verlo había que encontrarlo (lo que incumbía al azar).


Veinte mil leguas de viaje submarino, Jules Verne.

martes, 11 de septiembre de 2012

-A mí me parece... -Lee se interrumpió, tratando de hallar las palabras adecuadas-. Me parece que el sitio adecuado para plantar cara a la crueldad es aquel donde uno la encuentra, del mismo modo que es buen sitio para prestar ayuda aquél donde uno se encuentra con alguien necesitado. ¿O acaso me equivoco, doctor Grumman? No soy más que un aeronauta ignorante; soy tan ignorante que cuando me dijeron que los chamanes tenían capacidad para volar me lo creí. Y sin embargo me acompaña un chamán incapaz de volar.
-Hombre, sí puedo volar.
-¿Cómo?


La Materia Oscura II: la Daga, Philip Pullman.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Alguien desordena estas rosas.

Como es domingo y ha dejado de llover, pienso llevar un ramo de rosas a mi tumba. Rosas rojas y blancas, de las que ella cultiva para hacer altares y coronas. La mañana estuvo entristecida por este invierno taciturno y sobrecogedor que me ha puesto a recordar la colina donde la gente del pueblo abandona sus muertos. Es un sitio pelado, sin árboles, barrido apenas por las migajas providenciales que regresan después que el viento ha pasado. Ahora que dejó de llover y que el sol de mediodía debe haber endurecido el jabón de la cuesta, podría llegar hasta el túmulo en cuyo fondo reposa mi cuerpo de niño, ahora confundido, desmenuzado entre caracoles y raíces.
Ella está prosternada frente a sus santos. Permanece abstraída desde cuando dejé de moverme en la habitación, después de haber fracasado en el primer intento de llegar hasta el altar para coger las rosas más encendidas y frescas. Tal vez hoy hubiera podido hacerlo; pero la lamparita pestañeó, y ella, recobrada del éxtasis, levantó la cabeza y miró hacia el rincón donde está la silla. Debió pensar: "Es otra vez el viento", porque es verdad que algo crujió junto al altar y la habitación onduló un instante, como si hubiera sido removido el nivel de los recuerdos estancados en ella desde hace tanto tiempo. Entonces comprendí que debía aguardar una nueva ocasión para para coger las rosas, porque ella continuaba despierta, mirando la silla, y habría podido sentir junto a su rostro el rumor de mis manos. Ahora debo esperar a que ella abandone la habitación, dentro de un momento, y vaya a la pieza vecina a dormir la siesta medida e invariable del domingo. Es posible que entonces pueda yo salir con las rosas para estar de regreso antes que ella vuelva a esta habitación y se quede mirando la silla.
El domingo pasado fue más difícil. Tuve que esperar casi dos horas a que ella cayera en el éxtasis. Parecía intranquila, preocupada, como si la hubiera atormentado la certidumbre de que súbitamente su soledad en la casa se había vuelto menos intensa. Dio varias vueltas por el cuarto con el ramo de rosas, antes de abandonarlo en el altar. Luego salió al pasadizo, viró adentro y se dirigió a la pieza vecina. Yo sabía que estaba buscando la lámpara. Y después, cuando volvió a pasar frente a la puerta y la vi en la claridad del corredor con el saquito oscuro y las medias rosadas, me parecía que era todavía igual a la niña que hace cuarenta años se inclinó sobre mi cama, en este mismo cuarto, y dijo: "Ahora que le han puesto los palillos, tiene los ojos abiertos y duros". Era igual, era como si no hubiera transcurrido el tiempo desde aquella remota tarde de agosto en que las mujeres la trajeron al cuarto y le mostraron el cadáver y le dijeron: "Llora. Era como un hermano tuyo", y ella se recostó contra la pared, llorando, obedeciendo, todavía ensopada por la lluvia.
Desde hace tres o cuatro domingos estoy tratando de llegar hasta las rosas, pero ella ha permanecido vigilante frente al altar; vigilando las rosas con una sobresaltada diligencia que no le había conocido en los veinte años que lleva de vivir en la casa. El domingo pasado, cuando salió a buscar la lámpara, logré componer un ramo con las mejores rosas. En ningún momento he estado más cerca de realizar mi deseo. Pero cuando me disponía a regresar a la silla oí de nuevo las pisadas en el pasadizo, ordené brevemente las rosas en el altar; y entonces la vi aparecer en el vano de la puerta con la lámpara en alto.
 Tenía puesto el saquito oscuro y las medias rosadas, pero había en su rostro algo como la fosforescencia de una revelación. No parecía entonces la mujer que desde hace veinte años cultiva rosas en el huerto, sino la misma niña que en aquella tarde de agosto trajeron a la pieza vecina para que se cambiara de ropa y que regresaba ahora con una lámpara, gorda y envejecida, cuarenta años después. 
 Mis zapatos tienen todavía la dura costra de barro que se formó aquella tarde, a pesar de que permanecieron secándose durante veinte años junto al fogón apagado. Un día fui a buscarlos. Esto fue después de que clausuraron las puertas, descolgaron del umbral el pan y el ramo de sábila, y se llevaron los muebles. Todos los muebles, menos la silla del rincón que me ha servido para estar durante todo este tiempo. Yo sabía que los zapatos habían sido puestos a secar y que ni siquiera se acordaron de ellos cuando abandonaron la casa. Por eso fui a buscarlos.
Ella volvió muchos años después. Había transcurrido tanto tiempo, que el olor a almizcle del cuarto se había confundido con el olor del polvo, con el seco y minúsculo tufo de los insectos. Yo estaba solo en la casa, sentado en el rincón, esperando. Y había aprendido a distinguir el rumor de la madera en descomposición, el aleteo del aire volviéndose viejo en las alcobas cerradas. Entonces fue cuando ella vino. Se había parado en la puerta con una maleta en la mano, un sombrero verde y el mismo saquito de algodón que no se ha quitado desde entonces. Era todavía una muchacha. No había empezado a engordar, ni los tobillos le abultaban bajo las medias, como ahora. Yo estaba cubierto de polvo y telaraña cuando ella abrió la puerta y en alguna parte de la habitación guardó silencio el grillo que había estado cantando durante veinte años. Pero a pesar de eso; a pesar de la telaraña y el polvo, del brusco arrepentimiento del grillo y de la nueva edad de la recién llegada, yo reconocí en ella a la niña que en aquella tormentosa tarde de agosto me acompañó a coger nidos en el establo. Así como estaba, parada en la puerta, con la maleta la mano y el sombrero verde, parecía como si de pronto fuera a ponerse a gritar, a decir lo mismo que dijo cuando me encontraron boca arriba entre la hierba del establo, todavía aferrado al travesaño de la escalera rota. Cuando ella abrió la puerta por completo, los goznes crujieron y el polvillo del techo se derrumbó a golpes, como si alguien se hubiera puesto a martillar el caballete, entonces ella vaciló en el marco de la claridad, introduciendo después medio cuerpo en la habitación, y dijo con la voz de quien está llamando a una persona dormida: "¡Niño! ¡Niño!". Y yo permanecí quieto en la silla, rígido con los pies estirados.
Creía que sólo venía a ver el cuarto, pero siguió viviendo en la casa. Aireó la habitación y fue como si hubiera abierto la maleta y de ella hubiera salido su antiguo olor a almizcle. Los otros se llevaron los muebles y la ropa en los baúles. Ella sólo se había llevado los olores del cuarto; y veinte años después los trajo de nuevo, los colocó en su lugar y reconstruyó el altarcillo; igual que antes. Su sola presencia bastó para restaurar lo que la implacable laboriosidad del tiempo había destruido. Desde entonces come y duerme en la pieza de al lado, pero se pasa los días en esta, conversando en silencio con los santos. Durante la tarde se sienta en el mecedor, junto a la puerta, y zurce la ropa mientras atiende a quienes vienen a comprarle flores. Ella se mece siempre mientras zurce la ropa. Y cuando viene alguien por un ramo de rosas, guarda la moneda en la esquina del pañuelo que se anuda a la cintura y dice invariablemente: "Cógelas de la derecha, que las de la izquierda son para los santos".
Así ha estado en el mecedor durante veinte años, zurciendo sus cositas, meciéndose, mirando hacia la silla, como si por ahora no cuidara del niño que compartió con ella las tardes de la infancia, sino del nieto inválido que está aquí, sentado en el rincón desde cuando la abuela tenía cinco años.
Es posible que ahora, cuando vuelva a bajar la cabeza, pueda acercarme a las rosas. Si logro hacerlo iré hasta la colina, las pondré sobre el túmulo y regresaré a mi silla, a esperar el día en que ella no vuelva al cuarto y cesen los ruidos en las piezas de al lado.
Este día habrá una transformación en todo esto, porque yo tendré que salir otra vez de la casa para avisarle a alguien de que la mujer de las rosas, la que vive sola en la casa arruinada, está necesitando cuatro hombres que la conduzcan a la colina. Entonces quedaré definitivamente solo en el cuarto. Pero en cambio ella estará satisfecha. Porque ese día sabrá que no era el viento invisible lo que todos los domingos llegaba a su altar y le desordenaba las rosas.


Ojos de perro azul, Gabriel García Márquez.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Una mañana notaron todos que el aire olía diferente, que el barco se movía de una manera extraña, que se balanceaba con fuerza de un lado a otro en lugar de avanzar a base de ir sumergiéndose y elevándose. Lyra había subido a cubierta un minuto después de haberse despertado, y ahora se encontraba mirando ávidamente la tierra. Era una visión insólita, después de tanta agua, ya que aunque hacía pocos días que navegaban, Lyra tenía la impresión de que llevaba meses en el océano. Delante mismo del barco se erguía una montaña, flanqueada de verdor y coronada de nieve, y debajo de ella había una pequeña población con su puerto: casas de madera con tejados empinados, la aguja de una iglesia, grúas en el embarcadero y bandadas de gaviotas que llenaban el aire con su vuelo y sus graznidos. Olía a pescado, aunque ese olor se mezclaba con otros procedentes de la tierra: resina de pino, fango y un olor animal y almizcleño, además de otro, que era frío, neutro, natural y que tal vez fuera el de la nieve. Olía a Norte.


La Materia Oscura I: Luces del Norte, Philip Pullman.