jueves, 18 de octubre de 2012

El árbol de la Mentira.

La Mentira y la Verdad vivían juntas. Y, tras compartir casa durante algún tiempo, la Mentira, que siempre está tramando algo, le dijo a la Verdad que les convenía plantar un árbol para tener fruta y gozar de sombra en los días de calor. La Verdad, como es tan amable y campechana, dijo que le gustaba aquella idea.
Cuando el árbol comenzó a crecer, la Mentira le dijo a la Verdad:
-Conviene que repartamos el árbol.
A la Verdad le pareció bien, y entonces la Mentira le dio a entender con palabras muy hermosas y convincentes, que la raíz es la parte más provechosa del árbol, pues lo nutre y le da vida. Así que le aconsejó a la Verdad que se quedara con las raíces del árbol, que están bajo tierra.
-Yo, en cambio -dijo la Mentira-, me quedaré con las ramas, que son poca cosa y aún están por salir. Y fijaos en que me arriesgo mucho, pues puede ser que los hombres corten las ramas o las arranquen, o que las bestias las roan, o que los pájaros las quiebren, o que el calor las seque o que el frío las hiele, peligros que nunca correrá la raíz.
Cuando la Verdad oyó todo aquello, como no es maliciosa sino confiada y crédula, pensó que la Mentira le estaba haciendo un gran favor, así que tomó la raíz del árbol y se sintió afortunada, pues creía que se había quedado con la mejor parte. En cuanto a la Mentira, quedó muy satisfecha por la enorme habilidad con que había engañado a su compañera.
El caso es que la Verdad se metió bajo tierra para vivir entre las raíces mientras la Mentira se quedaba en la superficie, donde viven los hombres y las bestias. Y, como la Mentira es muy zalamera, encandiló a todo el mundo en poco tiempo.
Pasaron meses y años, y el árbol comenzó a crecer. Echó unas ramas muy grandes y unas hojas muy anchas que daban mucha sombra y unas flores hermosísimas de muy bellos colores. Y, cuando la gente vio aquel árbol tan hermoso, empezó a reunirse bajo sus ramas para gozar de su agradable sombra y recrearse mirando sus coloridas flores, e incluso entre los forasteros corrió la voz de que, para estar a gusto, no había nada mejor que ponerse a la sombra del árbol de la Mentira. La Mentira, como es tan astuta y encantadora, deleitaba a quienes se sentaban bajo el árbol y les enseñaba sus malas artes, que la gente se alegraba mucho de aprender. Tenía mentiras para todos: a los menos astutos les enseñaba mentiras simples, y a los más sagaces mentiras dobles e incluso mentiras triples. Y debéis saber que la mentira simple es cuando un hombre le dice a otro: "Don Fulano, yo haré tal cosa por vos" pero miente en lo que dice; la mentira doble es cuando alguien promete una cosa haciendo juramentos y homenajes y ofreciendo fianzas, pero en realidad no piensa cumplir lo que promete; y la mentira triple, que es mortalmente engañosa, es la de aquel que miente y engaña con la verdad.
La Mentira, en fin, dominaba tan bien las artes de engañar y las enseñaba con tanta pericia, que quien las aprendía enredaba a placer a los demás y les sacaba todo lo que le venía en gana. Y, como a la sombra de la Mentira se aprendía tanto, las gentes ansiaban estar junto al árbol y aprender sus embustes. Todo el mundo adoraba a la Mentira, y quien no acudía a aprender de ella era muy mal visto.
En cambio, a la desdichada Verdad nadie la apreciaba. La pobre seguía escondida bajo tierra, sin que nadie supiera dónde estaba ni se molestara en buscarla. Y sucedió que, como no tenía nada que comer, la Verdad comenzó a roer las raíces del árbol para no morirse de hambre. Así que aquel árbol que tenía las ramas tan grandes y las hojas tan anchas y las flores tan hermosas, se quedó sin raíces antes de que pudiera dar frutos. Y un día en que la Mentira se hallaba con todos sus discípulos a la sombra del árbol, vino un viento y lo tumbó, y el árbol cayó sobre la Mentira y la dejó muy malherida y todos los que estaban aprendiendo las artes de la Mentira acabaron muertos o heridos de mucha gravedad. Entonces, por el hueco que el tronco dejó en la tierra, salió la Verdad, que halló a la Mentira y a todos sus discípulos en un estado lastimoso, arrepentidos de todo corazón de haberse valido de las malas artes de la Mentira.

El Conde Lucanor, Don Juan Manuel (adaptación).

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