miércoles, 28 de mayo de 2014

Aún me pregunto cómo soy capaz de leer este libro.

Así comienza nuestra historia de Oskar Schindler, con nazis góticos, con el hedonismo de las SS, con una muchacha delicada maltratada y con una ficción tan popular como la de la prostituta de corazón de oro: el buen alemán.
Oskar, por una parte, se ha ocupado intensamente de estudiar el conjunto del sistema, la cara enferma tras el velo de decencia burocrática. Sabe ya, cuando muchos todavía no se atreven, lo que significa Sonderbehandlung; "tratamiento especial" significa pirámides de cadáveres envenenados en Belzec, Sobibor, Treblinka, y en el complejo, situado al Oeste de Cracovia, que los polacos llamaban Oswiecim-Brzezinska y que Occidente conocerá luego por su nombre alemán, Auschwitz-Birkenau.
Por otra parte, es un empresario, un negociador por temperamento, y no se opone abiertamente al sistema. Ya ha contribuido a reducir el tamaño de las pirámides; y aunque no sabe aún que durante este año y el siguiente crecerán hasta sobrepasar el Matterhorn, no ignora que el tiempo del horror se avecina. Aunque no puede predecir los cambios burocráticos que se sucederán durante su construcción, presiente que siempre habrá sitio para el trabajo de los judíos, y necesidad de él. Por lo tanto, durante su visita a Helen Hirsch insistía en que "cuidara su salud". Estaba seguro, como también muchos judíos insomnes en los oscuros Arbeitslagern de Plaszow, de que ningún régimen con la marea en contra podía permitirse el lujo de prescindir de una abundante fuente de mano de obra gratuita. Los que serían hacinados en los vagones que iban a Auschwitz eran los que se desmoronaban, escupían sangre, caían víctimas de la disentería. El mismo Herr Schindler había oído decir a algunos prisioneros en la Appellplatz, el patio de ejercicios del campo de trabajo de Plaszow, en voz baja: "Por lo menos, aún estoy sano", en un tono que normalmente sólo emplean los ancianos.
De modo que esa noche de otoño era ya temprano y tarde en la empresa práctica de Herr Schindler de salvar algunas vidas humanas. Estaba ya profundamente comprometido; y había roto en tal medida las leyes del Reich que habría merecido multitud de penas de horca, decapitación y reclusión en los helados barracones de Auschwitz o Gröss Rosen. Sin embargo, aún no conocía el verdadero coste; aunque había gastado ya una fortuna, aún no imaginaba el volumen de los pagos que sería necesario efectuar.
Para no exigir tan pronto una credulidad excesiva, la narración comienza con un gesto corriente de bondad: un beso, unas palabras de aliento, una barra de chocolate. Helen Hirsch nunca volvería a ver sus cuatro mil zlotys, al menos en una forma que permitiera contarlos o sostenerlos en la mano. Pero hasta el día de hoy le parece de escasa importancia la despreocupación de Oskar por el dinero.

Thomas Keneally, El arca de Schindler

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