A ambos lados de esta tierra de nadie hay dos mareas humanas que gritan, vociferando en lo que parecen distintas lenguas pero que en realidad es una sola, única e incomprensible. Cada ejército se viste de un color, y grita con diferentes voces que, al unirse, hacen una misma.
Cada bando defiende sus ideales con pasión: a un lado, la férrea obediencia ante una figura autoritaria que dicta sentencias y gobierna con mano firme; a otro, la violentada libertad que se ha teñido de sangre y está empeñada en destruir, ya que los otros no le permiten crear.
Así, estas dos potencias humanas se aventuran en ese páramo sin nombre ni dueño, y colisionan formando un huracán de armas, sangre y odio que rezuma la putrefacción humana por todos y cada uno de sus poros.
La batalla parece eterna: cuando unos están a punto de alcanzar la victoria, los otros adivinan de qué pie cojean y se alzan sobre ellos, hasta que recuperan su posición dominante y vuelta a empezar. Así permanecen durante quién sabe cuánto tiempo hasta que, de pronto, se escucha un grito.
No es un grito cualquiera. Es un grito de mujer, roto, casi sofocado por el viento, que se alza sobre ese mar de cabezas como una plegaria al mismo Lucifer. Es un grito de dolor, de impotencia, que parece contener toda la sangre derramada durante esta batalla inútil.
Súbitamente, se abre un claro en esta tierra de nadie pisoteada por soldados y guerreros, y se ven dentro de ese pequeño círculo de arena dos figuras. Una, masculina, está tirada en el suelo, sucia y malherida, y un corte sanguinolento en su abdomen va arrancando el color del bronce de su rostro. La otra, femenina, acaricia la suave mejilla de él mientras acuna la pálida cabeza en sus rodillas, y derrama lágrimas de cristal que van a perderse entre la arena podrida por la guerra.
El polvo y la sangre se han encargado de que no se distinga el color de las vestimentas de este soldado de la vida. Aterrada, la mujer que lo acuna ve cómo exhala su último suspiro este pobre guerrero, pero no intenta reanimarlo. Sabe que no servirá para nada.
La mujer alza el rostro hacia el cielo y eleva un grito como el anterior, del cual era dueña, pero mucho más potente: éste lleva en sí todo el dolor y toda la sangre que han sido derramados en esta inútil batalla.
La voz de la mujer se pierde en el silencio sepulcral extendido por toda esa maldita tierra de nadie ocupada por soldados. Lentamente, ella vuelve el rostro hacia los hombres que la rodean, sucios, ensangrentados y con las armas aún empuñadas, y pregunta con voz trémula:
-¿Por qué?
Ninguno de ellos es capaz de responderle porque, de pronto, no se ven los colores que defendían. Tampoco recuerdan las causas que les habían llevado a querer matar a otros hombres como ellos. Porque súbitamente, con la muerte del pobre soldado de piel de bronce, todos los demás se ven tal y como son: hombres que sienten amor, miedo, triteza, cólera; que han dejado sus hogares y sus vidas para enfrentarse en esa estúpida guerra y matarse unos a otros. Por orgullo. Por odio.
Y en medio, un espíritu llorón les ha parado los pies. De pronto ya no son guerreros ni soldados. Sólo son hombres. Simple y llanamente hombres.
Bruma.
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