Simona no sabe si lo que siente es un espejismo o se trata, por el contrario, de una realidad tangible y duradera. Lo único que tiene por auténtico es que ciertas libélulas se han adueñado de su corazón y revolotean a su alrededor; si bien es cierto que no son plateadas, sí que es verdad que su zumbido hará daño al oído como no se les haga caso.
Simona juega a los dados con un príncipe extranjero, y los dos han sacado un siete, cada uno en su alfabeto. El extraño hombre ha llegado nuevo a la tierra de las libélulas de plata, quienes no ha mucho aún que desaparecieron de la vista, y no conoce ni la parla ni las costumbres. Sólo vaga errante, y Simona lo ha cazado en mitad de la multitud. Como tigresa juguetona, ronronea y lo rodea con su perfumada cola, tratando de hacerse notar con sus rayas naranjas y negras en mitad de esta selva de criaturas, cada cual más exótica que ella.

Simona no tiene ni idea de nada, sólo de que siente y quiere seguir sintiendo. Simona se deja llevar con el viento de Oriente, y por una vez permite que su cuerpo se transforme en el de un enorme felino a rayas. Por fin manda el ser salvaje que habitaba el corazón de la pobre Simona. Simona, "la que escucha, la que ha hecho votos", ahora quiere que la escuchen a ella, y rugirá lo más alto posible, para que su voz se eleve en la noche oscura de la selva.
Bruma, verborrea surgida de la necesidad de ser salvaje.
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