Hay una persona que no se preocupa por ser recordada. Es un espadachín que con su sable abre surcos en el estrellado cielo; él no quiere ser tormenta ni trueno, pero sabe Dios cómo se las apaña para caer en mi vida en forma de lluvia torrencial. Sus pasos rítmicos me abren heridas en la piel y cuando escucho esa voz potente me dan ganas de remar en mi barco de cáscara de nuez y arrojarme por la borda hacia las profundidades del mar, donde en lugar de transformarme en sirenita feliz, me convertiría en un pez espada para combatir el sable de mi elegante espadachín. Él me ganaría, y yo debería volver a las profundidades de mi océano en busca de algún pececillo incauto al que comerme para sentirme fuerte, invencible.
Los pájaros vuelan por el cielo y yo quiero escaparme con ellos, tener plumas y bolsas de aire dentro del cuerpo, y saludar al sol, a las nubes y a las estrellas, ésas a las que daña mi espadachín con su sable mágico. En mi diario de sueños contaría mentiras, como que por el mar corre la liebre y por el monte las sardinas, y dibujaría cosas imposibles con las que atacar crudamente a los que dicen que la imaginación es inútil, que no sirve para nada. Porque para mí, y no sé si para mi espadachín, la imaginación es el arma más potente del ser humano.
Bruma
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