Mi pequeña Morgana no es lo que parece. Escurridiza y menuda, no deja rastro allá donde pisa su delgado cuerpecillo de gatita callejera en miniatura. Cuando me enfoca con esos ojos verdes, redondos y penetrantes, siento que se divierte al verme, como si su inmensa curiosidad tratase de encontrar satisfacción en cualquier cosa que una torpe humana tenga de interesante.
Su pelo es suave como la seda, y por el color da la impresión de que a una gata atigrada rubia se la haya pintado mal de negro, dejando huecos por los que asoma algo de naranja o incluso alguna que otra raya casual. Su cola está torcida formando una V al final, con lo que le es prácticamente imposible poseer esa elegancia natural que caracteriza el movimiento ondulante de este apéndice felino.
Mi linda Morgana vive a la sombra de su madre, la enigmática Snorri, negra como el tizón y con una puntita luminosa en la punta de su elegante cola. La pequeña figura de Morgana también está oscurecida por su hermano, todo un Arturo en felino bautizado como Gary desde que su cola rayada asomó por primera vez al mundo.
Morganita husmea, persigue a los visitantes sin acercarse demasiado, gusta de romper bolsas de plástico y siempre que puede se mete entre las sábanas de mi cama.
La inquieta Morgana aprovecha su peso de pluma y sus rubias patitas manchadas de negro para dejar en mí una huella indeleble. Me caló desde la noche que nació este único gatito diferente al resto de la camada: la oveja negra en un rebaño de gatos grises atigrados. Siendo pequeña, se debatía como una fiera cada vez que alguien la cogía en brazos, hasta que llegó un lobo feroz que con sus maneras tranquilas calmó a la bestia, como de costumbre.
Morgana, como yo, es un punto y aparte tras el resto. Es una gata peculiar, a la que hay que entender; la reina de la independencia en un género de animales ya de por sí independientes, muestra sin embargo rasgos de cariño que me dejan estupefacta. Cuando leo procura mantenerse cerca, respirando con tranquilidad, con los ojitos cerrados y las patitas estiradas en la cama. Me hace gracia una mancha canela que, como una pincelada, divide su cara en dos partiendo desde su nariz y acabando un poco por debajo de los ojos.
Morgana me persigue por la casa y, cuando quiero darme cuenta, se escabulle; reaparece entonces mirándome con esos enormes ojos verdes desde el quicio de una puerta, escondida del mundo que parece ser demasiado grande para ella. Morgana es un pequeño ocelote que trata de seguir el ritmo de su mamá pantera y su hermano tigre, consiguiéndolo a medias. Ella, mucho más despistada, fantasea con cualquier florecilla que se cruce en su camino y se detiene a cada instante a investigar todo lo que hay a su alrededor.
Morgana es especial. Como Morgana de las Hadas.
B.
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