A veces, cuando tenía tiempo, me gustaba observar a Simona hacer sus trabajos cotidianos sentanda delante del escritorio, con el pelo revuelto en un moño mal hecho y ropa de andar por casa. A decir verdad, esto se daba muy pocas veces, ya que la mayor parte del tiempo lo pasábamos cada uno en nuestro despacho, envueltos en documentos oficiales que ella debía traducir y yo redactar y revisar. Siempre intenté no cargarla con las responsabilidades que eran mías por derecho y deber, pero al final acabó sumergida a la misma profundidad que yo en este estresante modo de vida, si bien entre nosotros se daba la diferencia de que a mí me venían acostumbrando desde pequeño a la idea de lo que sería estar al frente de un Imperio. Ella, por el contrario, fue siempre una muchacha salvaje amante de su libertad y del "no deber", que siempre que podía se sentaba bajo un árbol y leía hasta que no quedase luz con la que iluminar las palabras. Si esto sucedía, se marchaba a casa y continuaba leyendo allí.
Leyendo, leyendo, siempre sumergida en libros: así vivió siempre mi inteligente Simona. Era imposible tener en mente una imagen suya sin libros cerca... o gatos. Siempre le gustaron los gatos. Recuerdo que cuando regresé al Imperio para poner fin a los Años Negros aún vivía su enorme gato rayado Julius. En ese tiempo que pasé en su casa se me hizo cotidiana la imagen de Simona sentada en su escritorio, tomando té de flores en una taza blanca y acariciando a un ronroneante Julius acomodado en su cálido regazo. Todo eso mientras ella revisaba sus traducciones y escribía en sus papeles.
No me dio tiempo a pensar demasiado, ya que después llegó la guerra, que finalizó llevándose numerosas vidas y otras tantas esperanzas de los que quedaron aquí. Casi sin darme cuenta le perdí el rastro a Simona: poco después de la reconstrucción de la Capital me vine a percatar de que no aparecía por ningún lado. No la mandé buscar ni pregunté por ella en ningún sitio; sencillamente, supe que se había marchado. Como por un acuerdo tácito, separamos nuestros caminos una vez más, yo sin ser demasiado consciente en aquel momento de la magnitud de las cosas.
Y así pasó el tiempo, mientras me ocupaban completamente mis deberes como Emperador novel. Tratándose de un país en relativa crisis política, se me hizo más complicado el comienzo del cargo, pero me honra decir que supe salir del paso y recuperar un poco de la seguridad y la riqueza que existía en tiempos de mi difuntos padres.
En esos dos años me había acordado numerosas veces de Simona. Cada vez más. Y al mismo tiempo que me venían a la mente esas imágenes tan repetidas de Simona leyendo, Simona traduciendo y Simona bebiendo té con Julius ronroneando en su regazo, me daba cuenta de que me faltaba algo.
Ese algo era Simona.
En mis casi dos años como Emperador había cogido la mala pero realmente útil costumbre de mandar a mi secretario que hiciese todo aquello para lo que yo no tenía tiempo o que no sabía cómo coger. Así pues, le dejé a él la tarea de buscar a Simona por todos los registros del país, licencia burocrática que como buen guardián del secreto de mis ciudadanos solo me permitiría en caso de un potente enemigo del Imperio. En este caso se trataba de una enemiga potencial, una muchacha de ojos castaños y cara pecosa que se había adueñado de mi corazón y amenazaba con arrancármelo del pecho.
Así pues, Yago se encargó de buscarla mientras yo hacía frente al encendido carácter de Greta, quien me sermoneaba por haberme dado cuenta de algo tan crucial en mi vida como aquello en aquel momento y no antes, pues según ella podría haber cambiado muchas cosas y no todo habría sido tan doloroso para Simona. Greta tenía toda la razón pero a lo hecho, pecho. O eso dicen.
Yago encontró a Simona, y Simona vino. Pero no todo fue como yo creía que sería.
Resultó que me había llevado al Trono una imagen de Simona que se había distorsionado con el tiempo. Yo recordaba a una muchacha cambiada después de cuatro largos años de yugo como mano de obra del régimen totalitario, a la cual le habían salido ojeras y le faltaban unos cuantos kilos que antes la habían redondeado. El último rostro de Simona que vi estaba enmarcado por un pañuelo escarlata y denotaba sentimientos de frustración reprimida, pretendiendo ser una máscara de otros más puros que yo sabía que seguían ahí, aunque siempre fingí no darme cuenta.
Y eso es lo que pensaba que encontraría en la Simona que viniese a mí cuando Yago la mandase buscar: una amateur en el arte del disfraz cuyo candado se abriría con la llave de mi amor, recién descubierto. No obstante, lo que me encontré fue un sólido muro de piedra, resultando que la antaño amateur se había transformado en una maestra en esto de las máscaras.
Sabía que si la dejaba marchar no habría manera de hacerla volver, así que antes de que pusiese un pie fuera del Palacio tiré las armas y me descubrí, de forma que podría hacer conmigo lo que quisiese.
Pues resultó. Simona no me apaleó el corazón. Se quedó conmigo y, aunque el suyo estaba roto en pedacitos y había sido reconstruido unas cuantas veces ya, me ayudó a arrancar del mío ese lacerante dolor que me llevaba consumiendo desde la muerte de mis padres.